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Tribuna:MODAS Y MITOS
Tribuna
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Jiménez Lozano y Umberto Eco, dos historias del pasado

La diferencia entre contar historias o narrar la historia es la reflexión que lleva al autor de este artículo a distinguir entre las diferentes formas de escribir de dos autores: José Jiménez Lozano y Umberto Eco. La mirada de Jiménez Lozano se detiene y se sorprende ante vivencias que a un ilustrado como Umberto Eco le resbalan.

No hay gusto por la historia, sólo por historias. La historia en singular, como filosofía, esto es, como espina dorsal que ata y relaciona los acontecimientos cotidianos, evoca a nuestros contemporáneos imágenes totalitarias. Las explicaciones filosóficas de la historia remiten a sujetos iluminados, vanguardias políticas o doctrinas asfixiantes que, siempre en nombre del pueblo, han acabado haciéndole la vida imposible. Hoy se prefiere contar historias. En lugar de grandes relatos, narraciones fragmentarias sin mayores pretensiones -sobre todo sin pretensiones de verdad-, sólo documentos particulares.Otro tanto ocurre con los mitos. La prevención ante el gran relato bíblico no impide una afición creciente por viejos mitos precristianos. El monoteísmo suena a anacrónico, mientras que el politeísmo divierte. La cosa viene de lejos. Lo que en el siglo pasado se llamó historicismo responde bien a esa conciencia de sustituir los grandes relatos por pequeñas historias en las que el centro era uno, la familia, el terruño o la patria chica. La historia tiene algo de visionaria, pues ve la realidad en movimiento, en tensión hacia metas nuevas donde nos espera Eldorado; las historias, por el contrario, tienen algo de románticas: la patria de uno es volver a algún lugar en el que ya estuvo.

Tanto en la historia como en las historias, la piedra de toque es el pasado. Las historias lo cuentan para divertir, mientras que la historia se lo encuentra en el camino de la actualidad como un escándalo. En esa diferencia está la novedad. Esas dos maneras de ver el pasado distinguen a dos soberbios narradores: José Jiménez Lozano y Umberto Eco. Lo de menos es la diversa fortuna en los reconocimientos públicos; lo importante es la confrontación de sus obras. Umberto Eco cuenta historias para divertir, consciente de que al final no pasa nada. Con mano maestra acompaña al lector por un museo apasionante en el que las imágenes del pasado arroban el ánimo del paseante. El lector descansa cuando la intriga se resuelve, y no se asusta si el fuego destruye para siempre los libros que son su herencia.

Para Jiménez Lozano la historia es un tormento. Lo primero que llama la atención es que no cuenta cualquier historia. Son historias dolorosas, como las del pueblo que sufre la guerra civil sin que nadie se lo pregunte; o de conversos, como fray Luis de León, cuya partida -la de reanimar el espíritu evangélico en medio de una sociedad de cristianos viejos- la tiene perdida; o la de los muertos a los que no se dejará en paz ni en su tumba porque hasta ahí llega el fanatismo religioso y político de los españoles. Historias de corralillos, de heterodoxos perseguidos, de rabinos que cuentan tristezas infinitas, de Benitos de Espinosa, seres malditos por haberse tomado en serio la libertad o porque no pueden soportar el haberla violado.

Derecho no saldado

No creo que esta selección temática obedezca a alguna manía psicótica del autor castellano. Más bien Jiménez Lozano da a entender que los sujetos de esas historias son los únicos que tienen algo que decir. Los otros, los vencedores, ya lo han dicho todo en sus obras y en su fama. Los perdedores, sin embargo, tienen por definición algo pendiente, un derecho no saldado. Los que murieron por la libertad, por ejemplo, sin conseguirla, son unos incómodos fantasmas que el hombre libre de hoy se encuentra, pero no como compañeros de viaje, sino como unos molestos interpelantes que dicen: "Ojo con vuestro mundo feliz y libre: está lleno de verdugos reconvertidos y de sufrimientos olvidados". Y con un gesto casi imperceptible dirige Jiménez Lozano la atención hacia el sillón del señor Felicidad, en el relato 'Las costumbres griegas', de El grano de maíz rojo, un señor respetable y de buena educación que lleva años observando, sin decir palabra, a Marta, de la que fuera amante y de la que fue su torturador en la guerra civil. La realidad aparentemente tranquila y ordenada queda así, con un leve gesto, desenmascarada; al autor le basta colocar en medio del escenario la figura silenciosa de las muchas Martas que en el mundo han sido para que el rey aparezca desnudo.Esta inteligente estrategia de hacer hablar a quien tiene aúnalgo que decir devuelve los rela¡os de Jiménez Lozano al lugar en el que el mismísimo Hegel ubicaba el origen de la historia: cómo entender un mundo ahormado en el altar del sacrificio de las guerras y sufrimientos.

Para este fin, Jiménez Lozano recurre a un lenguaje que es el habla del pueblo. Ha dicho alguna vez que no se puede adulterar el lenguaje del pueblo porque sería como humillarle por segunda vez.

Esta diferente manera de tratar con la historia, en Eco y en Jiménez Lozano, podría remitirse a la diferencia de talante entre el italiano y el español. Sería una simplicidad. Tiene a mi manera de ver más relación con otra cosa. Eco se sitúa dentro de la que se ha dado en llamar la racionalidad occidental, cuya última estación posmoderna celebra el ocaso de los grandes relatos. Jiménez Lozano se siente identificado con una manera de ver las cosas más antigua; su mirada se detiene ante vivencias que a un ilustrado, tan curado de espanto, le resbalan. Eso ha dado pie a encasillarle en lo de escritor religioso, que es como una maldición. Más exacto sería decir que Jiménez hace suya una mirada narrativa y no argumentativa sobre el mundo. Ese acceso al saber a través de relatar la parte oculta de la realidad es el genio de la tradición judeocristiana, fruto de mucho estudio histórico. Esta forma de narrar le diferencia de quienes ligan la literatura al destino de la racionalidad occidental. Por eso Jiménez Lozano difícilmente será un autor de moda, ni falta que le hace.

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