La gran paradoja
EL MINISTERIO de Cultura ha dado por fin a conocer el proyecto de decreto regulador del cine. Al mismo tiempo lo ha remitido a las diversas ramas del sector cinematográfico, que próximamente serán consultadas para contrastar sus posiciones frente al articulado del texto legal. La nueva norma sustituirá al llamado decreto Miró, ordenador del sistema de financiación del cine en España desde 1984.A grandes rasgos, el decreto se ajusta a lo que desde hace meses se presumía que iba a disponer. Esta conjetura generó en los profesionales del cine con intereses económicos directos en el sector el temor a que la regulación condujera a una parálisis de la producción o a su disminución bajo mínimos. Algunos aspectos del articulado y la inexistencia de una serie de condiciones previas, imprescindible para que sea operativo, parecen fundamentar ese miedo. Si el proyecto entrara en vigor inmediatamente -y esto es lo que, siguiendo un calendario de urgencia, se propone hacer Cultura-, podría suceder que el cine español encendiese la alerta roja.
El decreto ofrece como principal novedad -junto a las ayudas estatales a otros sectores dela industria distintos de la producción- una modificación de los mecanismos que creó el decreto Miró en materia de financiación de películas. Si éste estableció que el impulso financiador del cine procediera de subvenciones anticipadas del Ministerio de Cultura, lo que reducía -en algunos casos a cero- los riesgos del productor, la nueva norma restringe tal subvención anticipada y da la primacía de la financiación al sector privado, acentuando los riesgos del inversor.
Este aspecto, definitorio de la filosofía del proyecto de Jorge Semprún (persona que conoce fielmente el mundo del cine), sería también el más positivo si no fuese incumplible a corto plazo. Que el dinero privado impulse el cine no sólo es deseable, sino lógico en un sistema de mercado; pero de ahí a que ello ocurra media un abismo. Por esta misma lógica es inimaginable que el dinero privado invierta en una mercancía cuya rentabilidad disminuye con el tiempo, a consecuencia de las distorsiones del mercado. Para que el decreto actuara de modo positivo sería imprescindible que previamente se sanease el sector; que existiese un acuerdo marco con TVE, principal cliente del cine contemporáneo; que Hacienda pusiese en marcha las desgravaciones capaces de estimular al capital a invertir en el mismo; que las situaciones monopolísticas creadas por las distribuidoras transnacionales se corrigiesen, y que el fraude en el control de taquilla perteneciese al pasado y no fuese moneda corriente y generalizada. Mientras estos requisitos no funcionen, corre el peligro de que una normativa bien intencionada como la propuesta sea papel mojado.
Convertir en hechos estas condiciones previas requiere una transición en el tiempo. Un decreto como el de Semprún no puede desatar de la noche a la mañana el nudo que ata las manos de un sector económico que es básico en la cultura española. Se han producido mutaciones gigantescas en las formas de consumo de cine, y en ellas está la médula de la cuestión. Hoy -a través del vídeo y la televisión- se ve más cine que nunca, pero el aumento de su demanda no sólo no se ha traducido en una mayor rentabilidad, sino que la ha hecho descender. Gran paradoja que sólo una decisión política de alcance puede remediar. ¿Cómo hacer que el enorme volumen de dinero que el cine genera retorne en la proporción justa a su fuente? ¿Qué baremos emplear para que el alimento esencial de la voracidad televisiva, que es el cine, reciba de ese medio una compensación adecuada? ¿Cómo evitar la sangría que significa el pirateo del vídeo?
Preguntas vitales que el referido decreto, por su propia esencia jurídica, no puede contestar. Sólo una acción política tenaz, a medio plazo y que involucre a varios departamentos ministeriales y no exclusivamente a Cultura puede acabar con el cáncer que enferma al cine. Únicamente entonces será operativo un decreto que convoca al capital privado a una cita a la que presumiblemente no acudirá. Todavía cabe el recurso de que en las conversaciones que mantendrá el Ministerio de Cultura con los responsables del sector se ajusten los calendarios. En la comprensión de que únicamente matizando el contenido del decreto podrá éste justificar sus objetivos: hacer del cine español una industria cultural potente y competitiva con la del exterior.
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