Brigadoon
Con lo que no contaba nadie, y menos los jóvenes rockeros, es que algún día la fiesta pudiera llegarles precisamente por detrás: que la Roma de Occidente se divierta entra dentro de la lógica, pero de la Roma moscovita se esperaba un poco más de seriedad. Como todo el mundo en el país, se habían habituado a mantener los ojos obsesivamente fijos en el muro (en su caso, para ver de hallar una rendija). ¿Quién iba a pensar que andando el tiempo tendrían que peregrinar a Moscú y Leningrado en busca de aire libre? Yo les he sorprendido este verano en una plazoleta de la Nevski Prospekt escuchando boquiabiertos a los grupos de soviéticos que se reúnen allí los fines de semana para discutir de la reforma ante unos retratos de Lenin y Gorbachov (y ante la mirada torcidamente amable de unos milicianos que obviamente no han sido programados para eso). Uno de ellos, sajón para más datos, lamentaba ahora haberse negado en redondo de pequeño a retener el ruso que le enseñaban en la escuela (forma habitual de resistencia en los países de la zona).Pero si los rockeros no salen de su asombro y los disidentes se escudan en la perestroika para ir arañando espacios libres al Estado, el equipo de viejos comunistas que dirige los asuntos del país no acierta a disimular su nerviosismo. Ya no es sólo el mundo de los sueños el que acecha: ideas nuevas, peligrosas, florecen como hongos en la estepa. Ahora deben vigilar también la retaguardia y batirse por las esencias socialistas en dos frentes.
En la RDA están pasando cosas sorprendentes: en poco más de dos semanas han desaparecido cinco películas soviéticas de los cines y se ha prohibido la distribución en el país de la revista Sputnik (especie de Readers Digest a la rusa, que en sus últimos números contiene artículos muy críticos con el papel desempeñado por Stalin en la guerra). La revisión histórica les asusta, pero mucho más la distensión, pues de algún modo pone en entredicho la propia razón de ser de la República. ¿Qué pretenden a la larga esos insensatos moscovitas? ¿Borrar el limes alemán?, ¿Compartir techo y paredes con burgueses? ¿Qué harán ellos, los celosos guardianes de murallas, en una Europa sin fronteras?
Recuerdo ahora la primera vez que visité el otro Berlín. Fue hace un par de años. Estábamos en mayo y una inquietante nube radiactiva sobrevolaba esos días Alemania. En la calle había poca gente. La sensación de soledad iba en aumento a medida que te adentrabas en el centro. Crucé el puente de Marx-Lenin y me paré a contemplar la plaza dura, esteparia, neohuna, que se extiende ante el Palacio de la República. Un autocar acababa de detenerse en una esquina. De él bajaron unos miembros de la Freie Deutsche Jugend (organización juvenil del partido fundada en 1946 por Honecker y otros camaradas). Su uniforme me dejó estupefacto: camisa azul y boina roja. ¡Un puñado de rubios y candorosos falangistas tomaba posiciones ante el santuario de la Alemania socialista! Cierto que el azul de sus camisas era más celeste que marino y que además llevaban pantalones de paisano, como si quisieran subrayar con ese atuendo estrafalario su doble condición de ciudadanos y guardianes: de ciintura para arriba pertenecían id Estado, a la patria, al partido; de cintura para abajo, a la sociedad. Pero no dejaba de ser inquietante el parecido. Desde entonces he cruzado muchas veces la muralla y la sensación de soledad ha remitido, pero no la de hallarme en un lugar fuera del tiempo: la frontera es un túnel que conduce a Brigadoon.
Allí se vive en otra época. Allí no se han enterado todavía de que esa guerra ha terminado. Sus relojes se han parado en 1967, un año antes de que las campanas toquen a desmovilización total y general. Allí siguen empeñados en movilizar a la ciudadanía bajo las mismas consignas y banderas que en los turbulentos años veinte, cuando todo partido alemán que se preciara disponía de una organización paramilitar y la gente estaba dispuesta a morir por una causa. Ignoran que los viejos uniformes y estandartes ardieron en las barricadas de París, y no sólo de París: también en Praga, del lado de allá de la frontera, se combatió contra las causas, el futuro, la razón sacrificial. Aquella fiesta puso fin a muchas cosas; entre ellas, al propio siglo XX (1917-1968). A partir de entonces se libra una guerra más fría, desapasionada y solitaria; una lucha diaria, continua, desigual, por ir ganando círculos de luz a la espesura y círculos de sombra al desierto.
No se han enterado todavía de que el trabajador del carbón y del acero, líder y modelo de la hueste proletaria, se ha convertido en una figura marginal (los polacos acaban de enterarse). Ni siquiera está muy claro que sea la forma del trabajador la que domine actualmente el escenario. ¿La del técnico quizá? ¿La del especialista? ¿La del comisionado? ¿Un híbrido de ocioso y empleado? ¿0 tal vez la forma misma de eso que reparte comisiones, empleos, especialidades y funciones? ¿El castillo? ¿La colmena? ¿El plano de la corporación metropolitana universal? No sé si estamos todavía en condiciones de nombrarla.
En todo caso, el personaje que ha usurpado de momento los coturnos al minero-fundidor es un empleado de bata blanca (y aspecto japonés) que aprieta unos botones y da voz y movimiento a unos robots, alguien que carece de fuerza muscular, dispondrá pronto de mucho tiempo libre y se halla tan separado de lo elemental como un burgués (quien está en contacto con el fuego, el agua, los vientos y la tierra es el robot). Se trata de un minero-fundidor reconvertido, reciclado, travestido (palabras emblemáticas del siglo XXI). Trabaja, sí, pero sentado, y mueve la cabeza con sonrisa suficiente cuando alguien le recuerda su pasado.
¡Se acabaron los musculosos movedores de palancas, los incombustibles zapadores de trinchera, el granítico e infatigable Stajanov! ¡Concluyó la edad heroica del trabajo!
Allí, en cambio, no se han enterado todavía. 0 peor: no quieren enterarse. Intuyen que en la nueva sociedad, formada con los despojos de las clases, carecen de lugar, y levantan contra ella muros, bastiones y alambradas. Se niegan a cambiar de sintonía. Devuelven sin abrir los telegramas. Taponan sus oídos con cemento y hormigón para no ser alcanzados por la voz del espíritu del tiempo.
"Lo que somos, lo somos gracias al partido", dice el himno del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED). Ellos tienen mucho que perder en el siglo XXI. ¿Qué papel puede desempeñar la vanguardia organizada del proletariado en una sociedad donde cada día hay menos proletarios?
Temen quedarse sin partido, pero no precisamente porque éste les reporte muchos beneficios y riquezas. En Polonia, Georgia o Rumanía tal vez haya picaresca y corrupción, mas no en Alemania, y menos entre viejos combatientes. Temen perder no tanto lo que tienen como lo que son: los últimos e irreductibles demiurgos, los dueños y señores del plan de producción y del tiempo y destino de la gente. Temen quedarse sin partido porque fuera del partido no son nada, nada que no sean los demás. Antes de renunciar al ejercicio de un auténtico poder prefieren desconectar sus receptores, parar todos sus relojes y atrincherarse en Brigadoon.
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