'La Regenta', en Europa
El mayor acontecimiento literario español de los últimos años a escala europea ha sido, sin duda, el descubrimiento, entre asombrado y gozoso, de La Regenta. ¿Cómo es posible, me han preguntado docenas de veces en los países que he visitado, que una obra de semejante talla haya permanecido ignorada por el gran público y no haya sido siquiera traducida? La respuesta no es simple y, excusándome por mi prolijidad con los lectores, procuraré razonarla.En primer lugar, he tenido que decir a mis interlocutores, nuestra percepción de las culturas ajenas no suele basarse en la realidad de las mismas, sino en la imagen que aquéllas proyectan. Cuanto más nítida y definida sea la imagen, mayor será nuestra convicción del conocimiento íntimo de ella: una mera confirmación exterior del saber que poseíamos. Así, tendemos a promover las expresiones literarias y artísticas que, en vez de nadar contra corriente para desvelarnos algo nuevo, se dejan arrastrar por el maelstrón de lo definitivamente acuñado y sabido: imágenes que, a fuerza de repetidas, se transforman en clichés previos a nuestra visión de las cosas y acaban por convertirse en mitos.
Como señalé en otra ocasión, "el interés por las obras literarias alemanas, francesas, norteamericanas, italianas o rusas se ha volcado de manera preferente en aquellas que corresponden a imágenes ya establecidas. El autor que trabaja sobre ellas -esa serie de referencias culturales piloto, del tipo de Stendhal, Tolstoi, Mann, Proust o Hemingway- será recompensado de puertas afuera con una rápida percepción de su trabajo, mientras que sólo el paso del tiempo permitirá el conocimiento de los autores que no cuadran en el consabido repertorio nacional: esos autores incómodos y excéntricos, escribía, cuyas coordenadas no coinciden con las que nosotros poseemos o creemos poseer, el ruso Andrei Biely, el italiano Italo Svevo, el alemán Arno Schmidt, por citar unos pocos e ilustres ejemplos".
Fotos fijas
"La visión de lo español ha respondido desde hace más de siglo y medio, es decir, desde el romanticismo, a una colección de fotos fijas: por un lado, las de la España de charanga y pandereta retratada por Merimée y de la goyesca y esperpéntica a la que parecía condenarnos una historia desdichada de revueltas, matanzas, guerras civiles y dictaduras de espadones; por otra, las de ese poderoso revulsivo de la imaginación universal que fueron la explosión revolucionaria de 1936, la doble intervención fascista y soviética, el célebre millón de muertos, la ruina de nuestros sueños y esperanzas.
En tanto que el autor inscrito en alguna de estas coordenadas podía aspirar a un reconocimiento exterior, quien trabajaba o se situaba fuera de ellas no suscitaba hasta fecha reciente interés alguno. Sólo la reducción arbitraria de lo español a un puñado de fotos fijas explica que, si bien el apetito europeo y norteamericano por lo supuestamente nuestro se mantiene vivo -bastaría con evocar la multiplicación de filmes y ballets sobre el mito de Carmen-, obras literarias de primera megnitud, pero cuya textura o temática no concuerdan con aquéllas, hayan permanecido injustamente arrinconadas en el desván de lo atípico y, por consiguiente, no traducido. Que un poeta como Cernuda o un escritor como Valle-Inclán duerman aún en el pequeño gueto del hispanismo, ilustra claramente la supeditación de los valores reales a la fuerza de los estereotipos".
Con todo, el desconocimiento de La Regenta fuera de nuestras fronteras no se debe tan sólo a su manifiesta inadaptación a los clichés identificables. La culpa es sobre todo nuestra: acogida con hostilidad en los medios intelectuales hispanos, vapuleada por la Iglesia y las fuerzas conservadoras fustigadas por Alas, fue deliberadamente silenciada por nuestros programadores culturales hasta el límite de la inexistencia. Entre 1908 y 1963 no fue reeditada en España y el nombre de su autor no figura siquiera en algún manual de historia literaria, en la rúbrica consagrada a la novela. Si exceptuamos el prólogo de Galdós a la segunda edición de la misma, escrito poco antes de la muerte de Clarín, y las reseñas de media docena de críticos lúcidos, la mejor novela española del siglo XIX -la única que puede competir hoy con las grandes creaciones europeas del género- tropezó de salida con nuestra hostilidad proverbial a cuanto de cerca o de lejos huela a nuevo.
Repasemos brevemente algunos de los dictámenes de que fue objeto: "Es menester proclamarlo muy alto. Clarín es uno de los escritores más incorrectos y menos castizos de España (...) su estilo adolece casi siempre de graves defectos de sintaxis o de construcción". "Es, como novela, lo más pesado que se ha hecho en todo lo que va de era cristiana (...). Lo que hay es un novelón de padre y muy señor mío, que merece titularse Los chismes de Vetusta. (...) Todo, por supuesto, en un estilo atroz y plagado de galicismos y otros defectos de lenguaje". "Disforme relato de dos mortales tomos (...) delata en su forma una premiosidad violenta y cansada, digna de cualquier principiante cerril". "La mayor parte de los capítulos de La Regenta producen un sueño casi instantáneo, tranquilo y reparador. El insomnio más tenaz cede con un par de capítulos, que es la más alta dosis...", etcétera. Bonafoux, Siboni, Dionisio de las Heras, el padre Blanco García, no se contentan con atacar su "castellano imposible" y "desgarbada prosa": denuncian asimismo en revoltillo, su presunta vulgaridad y cinismo, atentados a la moral y sentido común, su construcción soporífera. Abrumado con tal cúmulo de sentencias, el lector de hoy no puede por menos que preguntarse a qué obedecía semejante descarga de bilis: los supuestos juicios críticos no retratan desde luego la novela incriminada; reflejan patéticamente la arbitrariedad y miopía de sus autores. Pero la inquina motivada por Clarín -señalado por un contemporáneo como "el escritor que hoy tiene en España más enemigos"- requiere una explicación más allá del muy humano sentimiento de envidia.
Odio a la innovación
Al odio a la innovación al que apuntábamos y sobre el que volveremos luego, había que agregar en su caso los resquemores provocados por la critica higiénica de los Paliques. En un país en el que, como en tiempos de Larra, la crítica se reducía de ordinario a una serie de elogios hueros, en los que no creían ni su autor, ni el destinatario, ni el público que los leía -ese viejo sistema de economía de trueque que los franceses denominan se renvoyer l'ascenseur-, su cruda descripción del medio literario hispano y sus costumbres tribales no desmerece de la formulada con anterioridad por Blanco White y de la que trazará después Cernuda. Las letras viven en el limbo, dice, el gusto predominante es pobre y anémico, todo suena a hueco, nadie se preocupa por la auténtica literatura: "Cada vez se piensa y se lee y se siente menos; se vegeta. (...) Se aplaude lo malo, se intriga y se crean reputaciones absurdas en pocos días; y es inútil trabajar en serio. (...) Nadie ve, nadie oye, nadie entiende nada, y los que pudieran ver, oír y entender se cruzan de brazos...".
Su comentario a lo acaecido a una de las mejores novelas de Galdós, recibida con un estruendoso silencio en medio de los bombos destinados a figuras y figurones, puede leerse a estas alturas como una melancólica elegía pro domo: "Si el señor Galdós, en vez de escribir antes de ésta unas 30 novelas, las mejores que se han escrito en España en este siglo, hubiese escrito una comedia mediana, otra buena y otra mala, y en seguida se hubiese pasado al duque de la Torre y después a Cánovas y después a Sagasta o al diablo en persona; si se hubiese hecho político, otra crítica le cantara y entonces vería que escribir él cuatro renglones y pasmarse la Prensa entera de admiración y entusiasmo era cosa de un mometo (...) pero nadie ha dicho a La desheredada 'ahí te pudras".
Como otros narradores, Clarín fue en sus novelas un excelente crítico practicante, capaz de manejar con maestría los procedimientos técnicos, temas y recursos estilísticos empleados por los grandes novelistas de su siglo, pero igualmente un teorizador de fortuna gravado con el lastre de un bagaje teórico que, en vez de esclarecer su obra, ha contribuido a anublarla envolviéndola en los ecos argumentadores de una polémica envejecida. Su defensa ardorosa del naturalismo de Zola y exposición de las propias ideas sobre el género no deben ser tomadas como el patrón conforme al cual habría que medir su obra maestra. La Regenta escapa felizmente a unos esquemas reductivos a los que el mismo Clarín había apuntado en su crítica de los catedráticos positivistas, hegelianos, krausistas o escolásticos, empeñados en imponer, como algunos psicoanalistas o marxistas de hoy, lecturas unilaterales y empobrecedoras de obras merecedoras de mejor suerte. "Para teorizar hace falta una inmensa ingenuidad, escribía T. S. Eliot; para no teorizar, una inmensa honestidad".
Aunque honesto, Clarín pecaba a veces de ingenuo y, a diferencia de La Regenta, sus ensayos teóricos sobre el arte de la novela llevan la impronta de la época en que fueron escritos. No obstante, su condición de crítico practicante de la ficción le permitió distanciarse de aquellos teorizadores de fortuna propensos a ignorar "las mayores bellezas literarias si las ven en obras que no caben en las casillas de la estadística que ellos tienen por buena". La novela, dirá con lucidez, olvidando sus propios pinitos en la materia, es un género sin límites, en el que todo cabe, "porque es la forma libre de la literatura libre", aunque muchos, "encastillados en sus fórmulas de álgebra estética", sigan lanzando anatemas "contra todo atrevimiento que saca a la novela de sus casillas".
El poso de los años
Cambian los tiempos, cambian los esquemas ideológicos, cambian los métodos conforme a los cuales se juzga rígidamente el texto literario, pero la incomprensión e incluso aversión tocante a la obra innovadora no mudan. El elogio prodigado a la "gárrula vocinglería de los imitadores, de los mercenarios de las letras" que tanto ulceraba a Clarín, había sido ya objeto, antes de él, de las reflexiones amargas de Flaubert, crucificado también, como sabemos, por los voceros de la crítica. Pero ni uno ni otro autor habían comprendido aún que dicha injusticia es poco menos que inevitable. Toda obra seminal necesita un lapso indeterminado -años, decenios, siglos- para abrirse paso y forjar su público, y es de agradecer que la no intervención de ese gremio de intermediarios entre el creador y sus eventuales lectores evitara a Delicado, san Juan de la Cruz o a Lautréamont los disgustos y frustraciones que acompañaron a Flaubert y Clarín a la tumba. ¿Qué hubiera dicho en efecto el reseñador habitual de las páginas literarias de nuestros periódicos, habituado, digamos, a los cánones renacentistas, de un monstrum horrendum, informe, ingens como La lozana andaluza? Probablemente los mismos disparates que, todavía siglos después, escribió un crítico tan serio como Menéndez y Pelayo. El creador de nuevos ámbitos literarios no puede pedir peras al olmo ni aspirar a los aplausos que saludan de ordinario lo ya manido. El proceso de elaboración de su obra no concluye con la escritura de ésta, sino que se prolonga en el hallazgo o invención de su público. Su relación real, como recordaba oportunamente George Sand a Flaubert, es con los lectores futuros.
Pero ese paralelo Flaubert-Clarín, manifiesto también en el campo temático, se detiene ahí. Pues, mientras el encono de la crítica francesa no logró impedir, dado el nivel educativo del país, que un creciente número de lectores se acercara con entusiasmo a La educación sentimental y Bouvard y Pécuchet, el ataque conjugado de aquélla con las mal llamadas fuerzas vivas de la sociedad tradicional hispana retratada en Vetusta apartó durante más de medio siglo a nuestros lectores de una obra única y obstaculizó la difusión de La Regenta en el extranjero. El formidable poder de la censura político-estético-moral del franquismo, aunado a la escasa formación del gusto público, favoreció el ninguneo de su autor y privó a nuestra desmedrada y débil literatura decimonónica del aporte enriquecedor de su novela más enjundiosa y viva.
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