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Elogio de lo excéntrico

Hace apenas 13 años, uno de los efímeros presidentes de la agitada transición portuguesa se asomaba al balcón del palacio de Belem y, ante una enfervorecida masa de manifestantes, proclamaba solemnemente la única fórmula tranquilizadora del momento: "Nunca seré un socialdemócrata". El presidente era el general Costa Gomes y los hechos narrados tenían lugar en las semanas anteriores al contragolpe militar del 25 de noviembre de 1975, que alteró decisivamente el curso de lo que se dio en llamar -con más entusiasmo que precisión- la vía revolucionaria portuguesa. Costa Gomes era un modelo de militar con una cierta formación humanista y sus convicciones políticas anteriores al golpe de 1974 -de haberlas tenido- habrían contemplado la socialdemocracia como un límite más allá del cual se encontraba el terreno de lo intransitable. El general no estaba, pues, descalificando una opción política por su contenido ideológico. Dejando de lado otras explicaciones contextuales y aun a riesgo de exagerar el contenido simbólico de la frase, lo que en realidad estaba queriendo decir el presidente-general es que, en un momento de opciones radicales, estaban fuera de lugar las soluciones ambiguas o rebajadas, las fórmulas light. Entre el blanco y el negro, el gris no era un color; era un híbrido con el que uno no se podía teñir.Cito el ejemplo portugués porque, además de haber tenido la oportunidad de seguirlo de cerca, durante el período que transcurre desde el 25 de abril de 1974 hasta el 25 de noviembre del año siguiente el país vecino se convirtió en un gran laboratorio donde muchos ingenieros sociales vieron la posibilidad de hacer avanzar sus formulaciones desde el simple enunciado teórico hacia una fase claramente experimental. Parecía ya el único lugar de una Europa escéptica y conformista donde era aún posible, en virtud de una alquimia que facilitaba las reacciones inmediatas de los contrarios, someter a prueba ciertos programas en estado casi puro. Las cosas, como era de prever, no fueron tan sencillas y las filosofías de la moderación felizmente reinantes en el continente encauzaron aquel enorme guirigay por la senda de la normalización.

De entonces hasta aquí -y confirmando sin duda una tendencia que arranca del final de la última gran guerra- el elogio de la moderación se ha convertido en el discurso político dominante. Fuera de él, todo es primitivismo, inadaptación o intransigencia. En España, pasadas las turbulencias de la etapa de institucionalización democrática, durante la cual la moderación era exigencia imprescindible del guión, la filosofía construida en torno suyo se ha convertido en la forma de hacer política por antonomasia, con exclusión de cualquier otra. No es posible ya tratar de ocupar un lugar bajo el sol si antes uno no ha moderado sus posiciones, no importa cuáles fueran éstas en su origen. El no cumplimiento de esta condición previa aísla a los contumaces y hace improbable cualquier avance del diálogo social. Es la vara de medir la que sirve para calificar o descalificar al interlocutor. Es bálsamo que cura todos los males de la adolescencia o senilidad políticas; y es también la palabra talismán la contraseña que abre las puertas del banquete común. ¡Ay de los radicales! Hasta el nombre les ha sido robado por las huestes de un tribuno italiano maestro en el arte de la prestidigitación y el exhibicionismo políticos. ¡Ay de los extremos! Ni siquiera quedan ya en el fútbol, donde han sido sustituidos por medios o defensas que-arrancan-desde-atrás.

Todo esto estaría muy bien -el imperio de la cortesía, de latransacción, del pacto- si no fuera porque en el camino se ha producido una alarmante perversión el lenguaje. Cuando hoy hablamos de moderar no estamos entendiendo solamente aquello que el diccionario define como templar o evitar los excesos. Limar las puntas para evitar las heridas siempre ha sido, y será, práctica recomendable en un juego político donde la finalidad no debe ser nunca desangrar al enemigo. Pero de rebajar las aristas a convertir un triángulo en un ectoplasma amorfo hay, me parece, una enorme distancia. Porque por moderar muchos entienden -dirías que exigen- desdibujar, desleír, disolver. Y así, desaparecen las fronteras que establecen la identidad de las cosas diversas, sean opciones o grupos. Se crea de esta forma el campo abonado para que todo pueda ser confundido: los banqueros apoyan a un Gobierno de izquierda; la derecha del orden no hace ascos a una huelga general; el paladín de una política económica de ajuste lleva camino de convertirse en presidente de la principal entidad bancaria del país; los obispos establecen el calendario laboral; el patrimonio público se confunde con el privado... Todo corre el riesgo de convertirse en pura mixtificación: lo que no se podía ser ayer, se debe ser hoy. Y al revés. La propia noción de cambio empieza a no tener sentido, porque resulta conceptualmente imposible mudarse cuando ya casi ni existen los espacios distintos. La diversidad es extravagancia; el mimetismo, la ley. La pluralidad, una palabra camino de convertirse en puro recurso retórico.

Paralelamente, y en lo que se refiere más en concreto al terreno de lo político, venimos asistiendo a una sacralización del centro, entendido éste como la tierra prometida donde el riesgo de definición es escaso y la cosecha de votos bastante segura. Entendámonos. No se trata aquí de descalificar a los grupos que se reclaman del centrismo. Pero sin salir al paso de una nueva perversión. El centro no es una filosofía política autónoma, sino más bien el espacio hacia donde se mueven la izquierda y la derecha cuando abandonan algunos de sus principios estratégicos en función de consideraciones de tipo táctico. Así que, mientras que podría hablarse con propiedad de políticas centristas -de cuya necesidad histórica tenemos ejemplos recientes en España-, no es seguro que lo fuera referirse a partidos políticos estrictamente centristas. En cualquier caso, se trata de algo discutible y, por tanto, no insisto. Pero sí habría que señalar que la coartada centrista está enmascarando en muchas ocasiones conceptos tales como eclecticismo o equidistancia: una puesta al día del descomprometedor enunciado tomista que situaba la virtud siempre a medio camino. Se coge un poco de aquí y otro poco de allá, en caso de duda uno se abstiene y siempre se está a tiempo de lavarse las manos cuando vienen duras. El justo medio del de Aquino se queda con frecuencia en simple mediocridad. Todo ello remite de nuevo a la mixtificación y, al final, a la confusión. Traducida al ámbito de lo personal, esa perversión centrista del mojarse cuanto menos mejor conduce a la indiferencia, al descompromiso y a la exaltación de la privacidad. Reclamarse de los extremos ya no es seguramente sólo una intemperancia inoportuna, sino una muestra de ordinariez y, nuevamente, un anacronismo.

La alternancia, la madre del cordero de la democracia, corre peligro de perecer por falta de uso si la dinámica política que implica la noción de centro se lleva hasta sus penúltimas consecuencias. La sucesión de los opuestos -que no otra cosa es la alternancia- deja de ser materialmente posible por falta del complemento directo de la oración. El centro, así entendido, no dejará de ser lo que es en realidad, es decir, nada; pero acabará por ocuparlo todo. De tal forma que, como decía Pascal respecto del universo, el modelo político y social creado por esa dinámica "es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna". Me hubiera gustado titular este artículo Elogio de los extremos, pero me ha disuadido de ello quien quiere mi bien. No obstante, si no los extremos, sí que habría que intentar al menos la recuperación de la circunferencia pascaliana, de lo excéntrico en el sentido más literal de un término que recobraría así su más estimulante significado.

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