El político Vargas Llosa
Tenía que ser precisamente en Lima, y en boca de un escritor que respeto, donde oyera que Vargas Llosa no pasaba de ser un novelista mediocre que destacaría tan sólo por la enorme cantidad de páginas escritas en un estilo siempre plúmbeo. No quiero entrar a juzgar una obra literaria que ahí está, imponente, con unas cuantas novelas de las que puede sentirse orgullosa cualquier literatura; si menciono juicio tan extravagante es porque muestra la poca simpatía de que goza en ciertos medios intelectuales. La animadversión tiene aparentemente una razón política: el escritor se ha pasado a la derecha con armas y bagajes. Se comprende que en los medios de izquierda, que son a la vez los intelectualmente más vivos, pese a que no se ataque directamente al escritor -el juicio que encabeza este artículo es excepcional-, prefieran ignorarlo, y sólo cuando uno se empeña en sacarlo a colación salen del paso con esa ironía perversa del limeño. Y digo que la razón es aparentemente política porque barrunto que la conversión de Mario es tan sólo el pretexto ideal para abrir la caja de Pandora y permitir que afluyan a la superficie las hostilidades más recónditas, debidas tal vez a su carácter efitista, a la envidia que provoca haber vivido muchos años en las ciudades en las que cualquier intelectual peruano hubiera querido vivir -gustan recalcar su extranjería-; en fin, la rabia que levanta un prestigio universal ganado con un esfuerzo y una capacidad de trabajo que si asombran en cualquier parte, en esta ciudad que se deja acariciar más por el decir que por el hacer tienen que parecer inverosímiles.En la Semana de Autor que le ofreció el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI), en mayo de 1984, cuando Carlos Barral, su primer mentor, le espetó de imprevisto, "ya veremos si podrá, si tendrá valor para rehusar algún día la presidencia de la República de su país", Mario le interrumpió con un "¡qué horror!", repitiendo un estribillo que había manifestado y seguiría manifestando en mil ocasiones: su vocación indeclinable sería la literatura, y ésta es absorbente e incompatible con cualquier otra actividad. Pero cuando se ha subido a la cúspide de la montaña y, cada vez con mayor intensidad, se multiplican las voces que nos anuncian que "todos los reinos del mundo y la gloria de ellos serán tuyos", ¿quién, salvo Jesús, sería capaz de no caer en la tentación del poder y gritar .sólo al espíritu dedicaré mis días y mis noches y no conoceré otro dios que la creación"?
Porque lo que Vargas Llosa quiere es el poder; todo el poder, y ha decidido llegar a presidente. Tendré que distinguir, por tanto, el plano ideal de sus justificaciones del de la táctica que ha adoptado para alcanzar una meta que sabe exige recorrer un camino abrupto, lleno de trampas, al que ha de dedicar un esfuerzo paciente, sin dar pábulo al desánimo; de aquel, en fin, en que se valoren las posibilidades objetivas al margen de su fiera voluntad. El hombre que ha sido capaz de concentrarse tres o cuatro años en un único fin, escribir una novela, que ha vencido dudas y angustias y ha conseguido escapar de mil ratoneras y laberintos en la más radical de las soledades, la del escritor, está en inmejorables condiciones para echar sobre sus espaldas las distintas etapas de una campaña electoral a la cabeza de un grupo de personas interesadas tanto o más que él en su victoria. Es tan dura la tarea diaria del escritor, que cualquier otra actividad, la política o la televisión, se viven como un dulce entretenimiento.
Comparto los dos supuestos básicos sobre los que Vargas Llosa justifica su decisión. Creo también que la libertad se vive sólo en la participación y que no hay vida plena sin la responsabilidad compartida en la cosa pública. El sentido moral de la democracia consiste precisamente en la posibilidad de decidir con los demás las cosas que a todos conciernen. Las escasas instancias en las que la participación es real muestran el carácter todavía embrionario de la democracia; ampliarlas y consolidarlas, haciéndolas cada vez más eficaces, el sentido último de la acción política. Me parece falso separar ética y política; no concibo una ética privada, individualista, que se baste a sí misma, sin implicar una dimensión pública. Cuando Vargas Llosa subraya las raíces éticas de su acción política, lejos de levantar en mí la menor sospecha, como es usual en un mundo en que ética y política rara vez se cruzan, confirma una experiencia personal que he tenido el privilegio de compartir con algunos compañeros.
Como no he comulgado en el pasado con ningún izquierdismo totalitario y he rechazado visceralmente cualquier dogmatismo sectario, me parece obvio, a la vez que me congratulo de ello, que Vargas LIosa, junto con no pocos latinoamericanos, haya descubierto al fin o de nuevo las virtudes de la libertad y de la democracia. Cierto que las sociedades latinoamericanas presentan enormes distorsiones, enfrentadas a dificultades que parecen insalvables, pero sea cual fuere el diagnóstico, no debe servir de pretexto para encomiar la tiranía. Como a un número creciente de latinoamericanos, no me cabe la menor duda que las salidas posibles provendrán de un prudente pragmatismo que al tomar cuerpo en una sociedad libre se haga cargo de la complejidad de los problemas planteados sin caer en el simplisme, de creer que una dictadura del color que fuere significaría un atajo que nos aproximaría a la meta anhelada; una sociedad democrática y libre capaz de satisfacer las necesidades materiales y culturales de toda la población.
Vargas Llosa se ha lanzado a la política por razones éticas, consustanciales con el auténtico intelectual, pero una vez que ha dado el salto -imagino que después de haberlo meditado mucho- ha asumido el nuevo papel con la misma exclusividad y pasión absorbente con que antes ejercía el oficio de escritor. Es un hombre que va a por todas en la actividad que desarrolla, consciente de lo que cada una reclama o rechaza. Como político sabe que el único fin concebible -lo demás sería un juego aburrido- es alcanzar el poder, y, en consecuencia, mide cada uno de los pasos, cada una de las palabras, en función de esta meta. Vargas Llosa no es un intelectual que hace política, interesado como tal en dar testimonio de lo que debe ser y perfilando de continuo una actitud crítica, sino un político de cuerpo entero que busca el poder y que además ha sido, y ojalá pronto lo vuelva a ser, un grandísimo escritor, carisma que acierta a instrumentalizar como un arma más en la lucha emprendida.
Desde que en 1968 los militares cortaron las últimas ramas del árbol seco que para entonces ya era la vieja república oligárquica y con aciertos y desatinos considerables convulsionaron al país, no han faltado ocasiones en las que el intelectual podría sentirse moralmente obligado a saltar a la palestra. Paso tan decisivo lo da Vargas Llosa por un asunto que, mirado desde la lejanía de un año, parece más bien insignificante y con caracteres más cómicos que trágicos: el intento fallido del presidente García de nacionalizar la banca. No tiene mucho sentido discutir en abstracto si es bueno o malo en sí nacionalizar los bancos -depende de para qué y en qué condiciones-; lo que importa es librarse del dogmatismo ingenuo que ve en la nacionalización de la banca o bien la panacea universal o bien el mal absoluto del que se derivaría la pérdida de todas las libertades. Vincular el problema básico de la libertad a que los bancos sean de propiedad privada o estatal -padecemos tiranías con bancos privados y no es inconcebible un Estado libre y democrático con bancos que sean un servicio público más- supone reducir una categoría fundamental de la convivencia política a su sentido más estrecho y economicista.
Desde un punto de vista intelectual asombra el discurso político de Vargas Llosa, que envuelto en una retórica brillante exalta las virtudes de la libre empresa y del capitalismo de la misma manera como en el pasado idealizó la revolución proletaria. También en España, de la noche a la mañana, se han convertido en liberales acérrimos algunos de nuestros más ilustres marxistas. Si intelectualmente no es de recibo tanta simplificación, políticamente puede dar sus frutos. Hace un año que Vargas Llosa ha emprendido la ardua tarea de reorganizar a la derecha, que la experiencia del último Gobierno de Belaúnde y los éxitos iniciales del populismo de García habían dejado en la mayor indigencia, y los resultados, aunque modestos, se dejan ver.
Todavía no es Vargas Llosa el candidato de la derecha unida, y en las sutiles redes de la política peruana le aguardan no pocas trampas y sorpresas; sobre todo, ¿quién se atrevería a prever los cambios bruscos de escenario que hasta 1990 pueden producirse en Perú? Teniendo presente multitud de imponderables, creo, sin embargo, que Vargas ha acertado: si quiere de verdad ser presidente, su única opción es la derecha. Algunos de sus amigos piensan que el incorruptible presidente Vargas sabrá desprenderse de los intereses que lo han llevado al poder; no faltan tampoco los que piensan que las revoluciones profundas, como la que necesita el Perú, se han hecho siempre desde arriba. Quiero pensar que estas ideas consolarán a Mario en el fondo y le harán más llevaderos los sapos y sinsabores que tiene todavía que tragar.
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