Una crónica veraniega
Mientras me acercaba al Gran Palacio de los Consejeros Regionales y mí mirada se perdía embelesada por las verdes colinas soleadas (era un día caluroso de julio), le pregunté, distraído, al taxista si "gracias" se decía en gallego "obrigado". "No", me respondió amablemente mi conductor, con la deliciosa musicalidad con que los gallegos cantan más que hablan el castellano. "Se dice gracias". Pero, no bien me había excusado de mi confusión galaicoportuguesa, cuando el taxista añadió, para rrú sorpresa: "Ahora hay muchos galleguistas de última hora que inventan nuevas palabras sacadas de libros viejos, pero nosotros, que siempre habíamos hablado el gallego, no las conocemos ni las usamos". Y entonces, con una sonrisa medio socarrona, medio hermética (que me hizo pensar en el refrán del gallego que nadie sabe si acaba de llegar o con-úenza a partir), comentó: "Son los nuevos tiempos".Por fin nos detuvimos frente a mi ansiada Consejería Cultural, el objeto de mi peregrinación casi jacobina, y, llegado a las instancias competentes, expuse mi caso: una subvención oficial para un ensayo sobre un artista de origen gallego y perteneciente al contemporáneo exilio cultural español, cuyo manuscrito llevaba bajo el brazo a título de autor. (Como el artista en cuestión es uno de los grandes administrativamente ninguneados de la cultura española de hoy, ningún editor quiere comprometerse a una edición que, además de cara, tiene que ser, por ninguneada, necesariamente ruinosa.)
El funcionario en cuestión me acomodó, con un confortable gesto, en un sillón, pronunció algunas frases amables con adjetivos diminutivos que me hicieron olvidar por instantes la adusta sequedad de los correlativos estamentos castellanos y tomó, con cierta reverencia, el manuscrito de mis manos. Entonces abrió solenmemente la carpeta, leyó el índice y frunció el entrecejo: "Mire, caballero", me repuso en tono ridículamente solenme, "nosotros editamos libros", y me mostró un lujoso ejemplar sobre autopistas y otro sobre puentes, con muchas láminas y colores, y mencionó sublimes sumas de dinero que me hicieron temblar. .¡Pero tienen que estar escritos en gallego! Así lo hace también la autonomía catalana.'", acabó diciendo con la voz ya un poco alzada, como quien invoca una autoridad.
Por un instante pensé que podría entrar en razones y aludir en defensa de mi libro que un artista gallego no era una autopista, y un ensayo no es exactamente equiparable a un libro de fotografías. Pero recordé la historia de Espafía y desistí de mi magno empeño político. Por el contrario, haciéndome cargo de la lógica interior de su infalible credo, le relaté el siguiente caso:
. "Un amigo mío, muy entendido en razones de autonomías, me dio una vez un buen consejo: 'Siendo tú catalán, puedes hacerte traducir el manuscrito y, añadiendo un Catalunya al título te granjearás un premio a la creatividad; luego lo haces traducir al gallego y, con la colaboración de algún amigo oficioso y un Galiza en el título te lo haces publicar en aquel país. Una vez realizada la obra le quitas lo que le sobra a sus diferentes títulos y te buscas un editor norteamericano y otro alemán para que, al fin, el libro sea leído y conocido. A fin de cuentas, ni tu artista es gallego, ni tú eres catalán, ni tampoco el ensayo y la obra en cuestión tienen precisamente un significado provinciano".
Proteger la mediocridad
Mi funcionario me contempló con rostro mudo: "No se ponga así, muchacho", me repuso con aire de pequeño inquisidor. "Vuelva a su Madrid, que dentro de unos meses yo le hablo del asunto al ministro y asunto concluido".
Por ahí hubiera empezado yo, pensé para mí, sin responder a su burda petulancia de nuevo rico, pero el Ministerio de Cultura de Madrid lleva muchos años con una política de proteccionismo a la mediocridad, cuya sublime tramoya de intereses tiene vedado el paso a este artista y a su obra y, por tanto, indirectamente, a mi libro. Y en mi mal portugués carioca me despedí con un "Muito obrigado".
Fracasado en mi empeño, sin subvención, sin manuscrito y sin mi querido pintor gallego, regresé sobre mis pasos, no sin antes visitar la compostelana catedral de los peregrinos sin patria. Pero allí también, mientras mi mirada se perdía en los rostros de los santos de piedra, en las líneas sensuales de los capiteles y en los espacios recogidos de sus altos altares, la voz hueca de un teatral sermón golpeaba contra mis tímpanos, con la fuerza que le otorgaba una estridente megafonía, frases sonoras sobre la fe ejemplarmente ciega de los apóstoles, la insignificancia de la vida humana y la vocación trascendente del alma cristiana.
Luego, ya en el avión de regreso, intenté conciliar en vano el sueño. Tenía a mi lado a dos jóvenes administrativos muy animados en una conversación sobre dietas ministeriales, cláusulas para incluir en ellas a los amigos, y a los amigos de los amigos, y otras anécdotas lindamente picarescas. Y me consolé a mí mismo diciéndome que, al fin y al cabo, la modernísima España de hoy se parece muy mucho a la España de siempre.
Nota. El autor declara que el contenido de esta crónica es meramente ficticio o más bien veraniego, y que cualquier semejanza entre sus semblanzas institucionales y personales y la realidad no constituye sino la más pura y casual de las coincidencias.
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