El genio de la comedia
Realizada después de Ángel y antes que Ninotchka, esta divertidísima película, ahora repuesta medio siglo después de hecha, surgió en un momento donde la inspiración del genio de la comedia, aquel judío alemán emigrado a Hollywood en 1923, que se llamó Ernst Lubitsch era literalmente torrencial.Por lo general, los grandes creadores de la comedia cinematográfica (con excepción de algunos cortos de Chaplin y otros de Laurel-Hardy dirigidos por McCarey) eran expertísimos -casi ahorrativos- dosificadores de la comicidad: la administraban con cuentagotas, la hacían estallar en el instante oportuno, mientras preparaban minuciosamente cada golpe de efecto cómico con una antesala aparentemente no cómica, para que la risa, exterior o interior, surgiera inesperada mente de una zona del filme no risueña, incluso casi grave. Un ejemplo: en los 40 primeros minutos de Seven chances, Buster Keaton construye el umbral serio, casi inexpresivo, de los diez desternillantes minutos finales.
La octava mujer de Barba Azul
Director: Ernst Lubitsch. Guión: Billy Wilder y Charles Brackett. Estados Unidos, 1938. Intérpretes: Gary Cooper, Claudette Colbert, David Niven, Edward Everett Horton. Cine Alexandra, en v. /o. subtitulada.
En La octava mujer de Barba Azul, al igual que en To be or not to be, Lubitsch se saltó a la torera esta regla de oro de la comedia y vulneró los límites de la sensatez con un alarde de dominio de lo insensato, gracias a que en ambas películas se sintió con las espaldas guardadas por guiones tan perfectos que se prestaban a jugar con el exceso y a hacer con maneras angelicales auténticas diabluras.
Véase con detenimiento la primera secuencia de La octava mujer de Barba Azul. Todo el genio de la comedia está allí, embutido en cinco minutos de sonrisa sin respiro, en forma de traca cómica silenciosa. En esta prodigiosa secuencia, tan sólo ocurre una cosa: los dos protagonistas, Gary Cooper y Claudette Colbert, futuros púgiles del combate matrimonial que es la vértebra del filme, se encuentran por primera vez. Pero Lubitsch introduce en este encuentro tal cantidad de variantes, de curvas, de esquinas, de rincones inesperados dentro de lo esperado, que satura la capacidad de adivinación del espectador y éste es atrapado y vencido por una riada de estímulos cómicos que orientan y condicionan sin remedio su actitud ante todo lo que queda de película: una actitud agradecida, casi reverencial, hacia la pantalla. Y así, el inagotable gag del pijama, con el que el filme comienza, se convierte en una cumbre del cine.
Sorpresa tras sorpresa
Pues bien, si Lubitsch sitúa al espectador en los cinco primeros minutos de su película en una cima, en la hora y 40 minutos que restan de metraje no le permite bajar de ella. Lo mantiene allí arriba, ofreciéndole sorpresa tras sorpresa, escalón hacia arriba tras escalón hacia arriba. Por ejemplo, el encuen tro de Cooper y Edward Everett Horton; la secuencia de la playa, que contiene, a través de la imagen de las uñas a medio pintar de Colbert, uno de los ejemplos máximos de esa forma inimitable de elipsis que se llamó el toque Lubitsch; las idas y venidas de la bañera y el plato de cebollas; la reunión familiar; el gag de la fierecilla domada; el del boxeador, y tantos otros.Todo este complicadísimo jugueteo, atestado de instantes de alta precisión, discurre con tanta suavidad que dichos instantes de cumbre lo parecen en realidad de llanura: no hay esfuerzo -o sensación de él- en la escalada. Lubitsch oculta la avalancha de sus ocurrencias detrás de ese alarde de elegancia que es en cine la transparencia; es decir, la forma superior de puesta en escena que consiste en no dejarse ver.
He aquí una joya imperecedera de la historia del cine cómico. Su medio siglo de vida no ha hecho otra cosa que convertirle en cine del futuro.
Babelia
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