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Crítica de la realidad / crítica de la ficción

Desde la ya primitiva novela social o las más modernas variantes del realismo barroco o fantástico, los mandarines culturales españoles han defendido la función de la literatura como una crítica de la realidad. Para el autor del artículo, esa función corresponde hoy a la Prensa, mientras que las nuevas generaciones de narradores españoles, aunque desde técnicas muy distintas, coinciden en definir su trabajo más bien como crítica de la propia ficción.

En las para algunos heroicas circunstancias de los años sesenta, cuando la resistencia cobró fuerza suficiente como para que la represión volviera por sus fueros de irracionalidad acorralada, uno de los artículos de fe compartidos por la oposición definía la literatura como un instrumento de crítica social, como una pieza de indudable funcionalidad en el conjunto de la máquina que era el antifranquismo. Mientras la realidad esté tan mal como está, el deber y la gloria literarios sólo serán para quienes hagan la crítica de esa realidad, decía el refrán socialmente aceptado. Lo demás (como afirmó Celaya en verso) es literatura, en el rotundamente peyorativo significado que el término tenía entonces.Que lo digan si no los Perucho, Torrente Ballester y, si puede levantarse de la tumba, Cunqueiro, y todos aquellos que, debido a su manía de andarse por las ramas de sus fantasmas y romances y brujeríos, fueron sistemáticamente ignorados por quienes enarbolaban entonces la antorcha del progreso. (Y de ahí que me parezca tan paradójica, dicho sea de paso, la actitud que adoptan ahora algunos de estos mártires de aquella época; coronados ya por los laureles de todos los premios nacionales y nacionalistas, principescos y autonomistas, parecen dispuestos a negarles el pan y la sal -y el chocolate- a los narradores que han comenzado a publicar su obra en los últimos 15 años.)

Es cierto que luego estalló el boom y que, tras un pasmado enmudecimiento, trocáronse en partidarios del realismo barroquizante o del realismo fantástico los mismos mandarines culturales que habían dictado la moda -modas eran, aunque entonces esta palabra era tabú y no se usaba- del realismo mondo y lirondo o de sus variantes social y socialista. No obstante, por mucho que las cosas hayan ido cambiando luego, incluso en la literatura producida en este país, ahí siguen todavía muchos de ellos. Es cierto que de cuando en cuando se apean del burro (sea para encumbrar a un jovenzuelo al que le darán un buen cogotazo en cuanto -animado por esos mismos críticos a hacerlo- asome la cabeza y se ponga chulo hasta el extremo de cometer segundas novelas; sea para otorgarle, rindiéndose a la evidencia, algún premio, como en los casos de Mendoza, Mateo Díez o, hace poco, de Muñoz Molina). Pero todavía es hora que modifiquen aquel antiguo criterio de la literatura entendida como crítica de la realidad. Tal vez ahora se argumente esa teoría de otro modo, aludiendo, por ejemplo, a no sé qué tradición española del realismo (lo cual significa ignorar desde Garcilaso hasta Benet), e ignorando que las grandes tradiciones (véase la inglesa) se alimentan en los huertos patrios, pero también en los ajenos, y que la tradición que no se mueve se agarrota y muere. Sea como fuere, muchos críticos siguen esperando de la literatura que ejerza funciones de instrumento crítico de la realidad; y aviados estamos, como todo siga así, los nuevos narradores españoles, porque juzgados desde tales premisas obtendremos algún que otro premio y más de un espaldarazo en tono menor, pero seguirán llamándonos reaccionarios. Y conste que a mí me tratan todos los críticos más que bien, y que en modo alguno digo esto por resentimiento.

La verdad, no sé si somos reaccionarios o progresistas. Pero a juzgar por lo que voy le yendo aquí y allá en la obra de los Pombo y Mendoza o Gándara y Múgica (por citar extremos de edad: unos 25 años, casi dos generaciones, separan a los primeros de los segundos), yo diría que en sus tendencias más recientes la narrativa española deja de tener como objetivo la crítica de la realidad para dedicarse a hacer la crítica de la ficción. Entendida la realidad como objeto construido (en lugar de dato dado) por medio del relato, la tarea crítica no consiste en seguir metiéndose con la más fea (nada más fácil, hoy día, que cantarle las cuarenta al PSOE y la sociedad monetarista que ha creado), sino en buscarle las vueltas a la más guapa; dicho de otro modo, para quien hace literatura es mucho más estimulante y difícil hoy día (mañana ya veremos) hacer crítica de la ficción que de la realidad.

Creo que dicho esto se comprenderá con mayor facilidad que el tono predominante en la ficción sea hoy el paródico. Realidad, nos dicen los nuevos narradores españoles, es el cuento que cada cual se cuenta a sí mismo. Pero un cuento es cuestión de técnica narrativa, y para revelar que todo es técnica hace falta criticarla. Así, Mendoza se toma espléndidamente a chirigota las sagas decimonónicas, Azúa hace malabarismo con el narrador en primera del singular, Fernández Cubas y Martínez de Pisón usan técnicas que refuerzan la verosimilitud para contar historias fantásticas, y Mufloz Molina toma el. género realista por excelencia, el, policiaco, y, elevándolo por sublimación a otras cotas, delata que es pura ficción.

La función de narrador

No son más que unos pocos ejemplos. De un modo u otro, utilizando la ambivalencia narrativa, el guiño estilístico o el malabarismo técnico, los nuevos narradores españoles toman las estructuras y tonos narrativos (los pies de barro) mediante los cuales esta sociedad se convence a sí misma de su realidad (el gigante), para recordarnos el estatuto ficticio que le corresponde a esta última. Bien está (en su misión en el mundo occidental) que la Pirensa se dedique a ejercer la crítica de la realidad. Pero permítase que la literatura ejerza la crítica de la ficción, pues tal es su Función más adecuada en la aldea global a la que los mass media nos han proyectado en fechas recientes. Leída así, tal vez la nueva narrativa no les parezca -tan criminalmente despreciable a quienes, en libre ejercicio de su mandarinazgo crítico, desde el carcomido aislamiento de su cátedra universitaria o desde el trono verde diodo de sus columnas periodísticas, tienen por costumbre denostarla.

El primer y último sabio de la humanidad, Chuang Tze (me resisto a usar las transliteraciones (le: la revolución cultural), amaneció un día diciendo no saber si era Chuang Tze que acababa de despertar tras haber soñado que era una mariposa, o una mariposa que estaba soñando que era Chuang Tze. Tan saludable clase de dudas es la cizaña que siembran los nuevos narradores de este mundo, en el que las armas nucleares (fálicas ojivas), el dinero (aséptico excremento de plástico), y el último atentado de ETA (novela negra en tecnicolor que se consume durante el sabroso almuerzo cocinado con microondas, en apenas 30 segundos) parecen realidad en su más puro y duro estado. Decir que eso, incluso eso, es ficción es la difícil tarea que se han propuesto nuestros mejores narradores de las nuevas (en plural, ¡ojo!) generaciones.

escritor barcelonés, es autor de la novela El centro del mundo, entre otras.

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