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Euskadi y Cataluña

"Los catalanes quisieran que no sólo ellos, sino también todos los demás españoles establecidos en su región hablasen catalán; para nosotros sería la ruina que los maketos establecidos en nuestro territorio hablasen euskera". El padre del nacionalismo vasco, Sabino Arana, trazó desde el inicio las fronteras que separaban el movimiento por él fundado del nacionalismo catalán. Para Arana, lo importante no era tanto la afirmación de la propia identidad como el reforzamiento de la diferencia. El roce con los españoles, advertía en 1897, "causa inmediata y necesariamente en nuestra raza ignorancia y extravío de la inteligencia, debilidad y corrupción de corazón". De acuerdo con esa lógica, Arana proclamará que "tanto están obligados los bizkainoa a hablar su lengua nacional como a no enseñarla a los maketos o españoles".La temprana decantación del nacionalismo vasco hacia el independentismo político deriva de esa concepción de fondo. En Cataluña, por el contrario, pese a ciertas ambigüedades retóricas, la afirmación de la singularidad nacional no se cons iderará contradictoria con la aceptación del marco estatal español, y habrá que esperar hasta 1928 -en el clima de radicalización creado por la dictadura de Primo de Riverapara encontrar una formulación expresamente independentista del catalanismo. Los historiadores marxistas han tendido a resaltar, seguramente con razón, la diferente base social de uno y otro nacionalismo para explicar su distinta evolución, y en particular el contraste entre la vocación intervencionista del catalanismo y el abstencionismo vasco respecto a la política estatal. Pero seguramente hay también factores ideológicos y culturales muy determinantes en esa diversidad.

Así como el nacionalismo vasco nace de la veta del carlismo, asumiendo desde la primera hora valores tomados de la tradición integrista católica -tan española, por lo demás-, el catalanismo germina como resultado de la confluencia de varias tradiciones: así, junto al tradicionalismo ruralista de Prat de la Riba, afluentes como el federalismo pimargalliano -visible, por ejemplo, en algunas formulaciones de Valentí Almirall-, el liberalismo de un Rovira i Virgili, incluso el anarquismo libertario, vierten sus aguas al común torrente de lo que habría de ser el catalanismo. De ahí que éste fuera desde siempre más pluralista que el nacionalismo vasco, que prácticamente hasta la aparición de ETA en los sesenta -y aun eso habría de matizarse- no conoce otra expresión organizada con real incidencia social que la representada por el partido fundado por Arana.

De ahí también la aparente paradoja de que el nacionalismo catalán fuera siempre, pese a su comparativamente mayor moderación, más nacional, en sentido estricto, que su homólogo vasco. En Euskadi, el nacionalismo ha sido minoritario hasta los años setenta, y no deja de ser significativo que la hegemonía electoral que dicha ideología logra, a mediados de los ochenta venga a coincidir con la escisión del PNV y la fragmentación de la antigua cultura nacionalista en cuatro subculturas prácticamente incomunicadas entre sí.

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La raíz pluralista del catalanismo, por el contrario, favoreció la creación de un espacio compartido en el que podían reconocerse sin especial esfuerzo todas las fuerzas democráticas que combatían al franquismo. Frente a la soberbia ignorancia de quienes exigían hablar "la lengua del imperio", la sociedad catalana fue capaz de generar una respuesta civil, y civilizada, en la que las aspiraciones democráticas generales y el sentimiento catalanista formaron una trama coherente. Instituciones como la Assemblea de Catalunya dieron expresión organizativa a esa trama. Nada comparable fue posible en el País Vasco, y de ello derivaron algunos de los posteriores problemas de asentamiento del sistema democrático en Euskadi.

Otro factor decisivo ha sido la lengua. En Cataluña, aproximadamente la mitad de la población es de expresión preferentemente castellana, pero tal vez el 80% o 90% de sus seis millones de habitantes es capaz de entender sin dificultad un programa de televisión en catalán. En Euskadi, el número de vascohablantes apenas rebasa el 25%, con una distribución, además, bastante irregular. De ahí que el consenso teórico existente entre las fuerzas políticas en ambas comunidades tenga muy diferente traducción social en una y otra.

Recientemente, el Ayuntamiento de Bilbao aprobó por mayoría una resolución por la que se hacía exigible el conocimiento del euskera para optar a las plazas de "chóferes y ordenanzas de los servicios funerarios municipales". En Bilbao, con una tasa de paro próxima al 30%, no más del 6%, como mucho el 10%, de la población adulta es capaz de hablar euskera. Se mire por donde se mire y se alegue lo que se alegue, se trata, así pues, de una discriminación injusta. Especialmente si se tiene en cuenta que la exigencia de conocimiento del euskera para conducir un furgón funerario no es extensible a puestos como el de director de la televisión autonómica, ministro del Gobierno vasco o incluso concejal del Ayuntamiento de Bilbao.

En Cataluña, el consenso social sobre la lengua tiene fundamentos más sólidos. En primer lugar, porque las dificultades objetivas de aprender el catalán son incomparablemente menores que las de aprender euskera; en segundo lugar, porque el proceso de integración del castellanohablante, formando parte de la tradición ideológica del catalanismo, se plantea de una forma más natural, menos traumática. Y en tercer lugar, porque, como consecuencia de los dos factores anteriores y de la solidez de la tradición cultural catalana, el locus o nicho del catalán como ámbito comunicacional está mucho más definido que el del euskera. En el límite, se aprende vasco para poder optar a un puesto de conductor municipal, mientras que se aprende catalán para poder seguir las peripecias del Barça en los programas deportivos de TV-3. Por eso, entre otras razones, la construcción política de la nación catalana desde el autonomismo avanza más rápidamente, y por senderos más seguros, que la de la nación vasca. Porque la construyen los vecinos -los contribuyentes, en definitiva-, y no únicamente los naturales. La distinción entre ambos conceptos, subrayada por Unamuno en un célebre artículo con motivo de una visita de Alfonso XIII a Barcelona, tiene bastante miga. De ella deriva la distinción entre lo nacional y lo nacionalista. Y a más de lo segundo, menos de lo primero.

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