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El dominio

, Parar, templar, mandar, es el canon del toreo, al que Domingo Ortega añadía: "...y cargar la suerte". Ésa fue su regla de oro, que siempre estuvo perfeccionando, incluso ya viejo en la placita de tientas de su ganadería, y dice su amigo El Estudiante que en aquel laboratorio campero ofreció las más acabadas muestras de dominio total sobre el toro.

Fue maestro indiscutible tanto para el público como para los propios toreros y muchos que también eran considerados maestros lo tenían por paradigma del arte de torear. "Llevar al toro por donde no quiere ir", explicaba Ortega, y añadía que la cabeza debía primar sobre el corazón. Hasta tal punto consideraba el toreo como ejercicio de dominio, que matizaba: "Hace falta valor para torear, pero no es primordial porque si conoces a los toros y los dominas, no hay peligro".

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Este dominio lo llevaba a cabo Domingo Ortega mediante el temple, que era una de sus virtudes innatas. Sus coetáneos dijeron que era un domador, pues a animales de una bronquedad temible los sometía ganándoles el terreno, al tiempo que les obligaba a seguir, humillados, la muleta. Cuando Ortega rendía las suertes asiendo el asta, el toro era una fiera domada -dominada- y el arte de torear proclamaba su sentido más profundo.

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