Réquiem por una biblioteca
Para cualquier universitario de los años cincuenta o sesenta, acceder a lecturas entonces consideradas subversivas era tarea casi imposible. Yo recuerdo las dificultades con que tropecé cuando a veces me acercaba a una tienda del Rastro madrileño en la que se vendía, como es normal, todo tipo de objetos usados. Pero en la que también se podían adquirir, si se gozaba de la confianza del dueño, muchos volúmenes editados en Argentina o México que se amontonaban en la trastienda, a la que uno accedía después del consabido control de seguridad. Muchos de los libros de mi actual biblioteca proceden de ese clandestino origen. Pero ni siempre se disponía del dinero necesario ni tampoco era posible encontrar allí una gran variedad de los autores malditos.Por eso mi encuentro con la biblioteca del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, de Serrano, 127, fue un trascendental hallazgo para mi futura formación. El hecho de que estuviese al lado del instituto Ramiro, de Maeztu, colegio en el que hice mis estudios de bachillerato, facilitó sin ducla su localización. El primer día que la,visité me quedé maravillado de los libros que se encontraban en ella, pues no sólo estaban las obras más importantes de la literatura del siglo XX, sino también un gran catálogo de obras de autores del pensamiento político. Allí copiencé a leer a Camus, a Sartre, a Brecht, a Ionesco, a Baroja, del que estaban todas sus obras, incluidas las prohibidas, y rnás tarde a Marx, a Lenin, a Freud. La consulta de estos libros no planteaba ninguna dificultad una vez que se conseguía el necesario carné de lector, siendo además el servicio rápido y eficiente. La maravilla de una biblioteca muy completa, bien sistematizada y de fácil manejo se colmaba además cort una magnífica sala de revistas en la que uno podía consultar los últimos ejemplares de títulos franceses, italianos, ingleses o latinoamericanos que eran absolutamente imposible encontrar en el Madrid de aquellos años.
No dudé en comunicar en seguida a mis amigos de la facultad la piedra filosofal que había, hallado y lentamente comenzaron también a acudir a ellIL. Es más, cuando en primero de carrera, después del impacto que me produjo con sus explicaciones el profesor Pérez-Se-rrano, decidí dedicarme a preparar cátedra de Derecho Político, esta biblioteca fue providencial. En ella, junto con mi amigo y compañero -hoy ilustre catedrático de Derecho Penal- Enrique Gimbernat, redacté mi primer trabajo científico de derecho político, en el que analizábamos la Constitución americana. La tranquilidad de su bella sala de lectura, el servicio esmerado y la riqueza de los títulos que encontramos allí nos permitieron redactar un trabajo que a ambos nos introdujo por la senda universitaria.
Enriquecimiento
Pero nos siguieron también otros compañeros: Manuel Gala, Juan Alfonso Gómez Soubrier, Romualdo de Toledo, Juan Tomás de Salas, Nicolás Sartorius y José Luis Leal. Precisamente estos tres últimos llevarían a cabo su conversión al marxismo teórico primero y su entrada en el FLP después gracias en gran parte a las lecturas que hicieron en esta extraordinaria biblioteca. Recuerdo especialmente los voluminosos tomos de las obras de Lenin o Marx que se tragó durante muchas tardes Nico Sartorius, quien parecía devorar con fruición lo que la censura del anterior régimen impedía se encontrase en las librerías de la época. Pero no eran únicamente enriquecedoras las lecturas que hacíamos allí, sino que los jardines del Consejo o un pequeño bar que existía entonces en un edificio vecino nos servían también para que nos enzarzáramos en interminables conversaciones literarias, filosóficas o políticas.
Acabamos la carrera y cada uno siguió su camino, pero el de todos estuvo marcado, de una forma u otra, por el bagaje que habíamos adquirido en la sosegada biblioteca del Consejo. En lo que a mí se refiere, siguiendo mi preparación a la cátedra de Derecho Político, me marché a París, en donde residiría durante cinco años. Pero a mi vuelta, cercanas ya las oposiciones, seguí frecuentando esa magnífica biblioteca que tan útil me había sido en mis años de estudiante. Hasta mi marcha a Roma en 1983, como embajador de España, era raro el mes que no acudía allí para consultar con rapidez cualquier libro que necesitase.
No es extraño, por tanto, que hace unos días, reincorporado de nuevo a mi trabajo universitario, me acercase a la sede del Consejo para consultar unos libros que estaba seguro de encontrar allí. Pero mi decepción primero y mi irritación después fueron grandes. Un ordenanza me echó el alto cuando me dirigía a la sala de ficheros, preguntándome dónde iba. Al responderle que quería consultar unos libros, me contestó enérgico que no era posible, porque "ya no había sala de lectura". Y, en efecto, habían desaparecido como por encanto todos los ficheros que clasificaban al conjunto de los libros por autores, materias o disciplinas. La sala de lectura, con sus sólidas mesas de madera noble y sus anaqueles con las obras de consulta frecuente, ya no era la misma. Un cartel en la puerta señalaba que dentro estaba el departamento de Relaciones Internacionales, cobijando a varios despachos en los que, por supuesto, no había más que una o dos personas. El estropicio ya estaba hecho.
En los sótanos
Pero como no podía creer a mis ojos, insistí en saber dónde estaban los ficheros y los libros. Se me contestó que "abajo", y cuando dije que era catedrático y que quería consultar sólo unos libros que únicamente se encontraban aquí, el ordenanza permitió que bajase al sótano, advirtiendo por el teléfono a un colega suyo para que me atendiese. En el sótano habían colocado los ficheros, pero en seguida me di cuenta de que ya no era lo mismo. Se habían paralizado las adquisiciones, y si uno pedía un libro tenía que consultarlo en el pasillo, pues no existe ya ninguna sala de lectura. El ordenanza que me atendió abajo lo hizo con toda amabilidad, y tanto él como otras personas que acudieron se debieron de maravillar de que apareciese por allí un lector, después de cuatro años en que la biblioteca ha dejado de funcionar. Me pregunté en seguida qué pensarían los numerosos investigadores extranjeros que solían frecuentar esa biblioteca hace años si volviesen ahora. ¿Cómo podrían entender que se haya anulado así la biblioteca de un organismo como éste ... ?
No creo que mienta si alego que mi protesta no se debe a la nostalgia por las horas de estudio que pasé en esa biblioteca, sino que tiene un origen mucho más importante. Siempre he pensado que una de las tareas fundamentales de un Gobierno socialista debe ser la difusión y el cuidado de la cultura. Objetivo que se consigue, entre otros medios, a través de la apertura continua de bibliotecas en todos los ájnbitos. Pero si, por las consabidas razones presupuestarias, no es posible abrirlas, lo que no se puede tolerar es que se cierren las escasas que existen. Claro que la cosa empeora si se trata de una biblioteca modélica, ubicada en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y que desaparece para crear más burocracia. Si queremos verdaderamente que en España haya ciencia en serio algún día lo que hay que hacer es precisamente lo contrario, es decir, reducir la burocracia y fomentar el contacto entre el investigador y ese medio excepcional de transmisión de la ciencia y la cultura que es el libro.
Babelia
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