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La facilidad de lo difícil

Aunque lleva un cuarto de siglo haciendo películas, el encumbramiento de Vicente Aranda -que en los años sesenta fue considerado, a raíz de su Fata Morgana, uno de los artífices de aquel castillo de naipes llamado Escuela de Barcelona- es reciente y tiene su origen en media docena de adaptaciones al cine de novelas, algunas sobre el papel tan difíciles como Tiempo de silencio.

Pero tiene este cineasta barcelonés talento para hacer fáciles las cosas difíciles, y viceversa. En este viceversa entra su última obra, El Lute, libro que, al contrario del de Martín Santos, tiene lectura sencilla y resulta pensable en la pantalla sin mucho esfuerzo ni complicación alguna, pero al que Aranda supo añadir densidad con una notable capacidad ennoblecedora.Del cotejo de estas sus dos últimas películas se deduce una idea certera de la valía de este cineasta, uno de los pocos que en el cine español saben qué hacer con la literatura en la pantalla: situado su cine en los alrededores de la concesión, nunca cae del todo en ella, pues Aranda se las arregla para que los componentes comerciales de sus filmes no deriven hacia el comerclalismo ni los intelectuales degeneren en intelectualismo.Humor como dolor

Algo similar, pero con los polos de la alternativa en posición mucho más extrema y pronunciada, puede decirse de la actriz Carmen Maura, que antes de dar a conocer la entereza de su oficio sacó a relucir un solo aspecto de éste -su divertido lado bufo-, que le proporcionó la muy rentable, pero siempre superficial y muy erimera, popularidad de un programa televisivo de gran audiencia, en el que sacó un enorme partido de un par de fáciles muecas, hasta convertirlas en un asunto difícil, tal vez por la medida con que supo administrarlas y conjugarlas.

Y luego, ya en el despliegue de su condición de actriz en la plenitud, Carmen Maura invirtió el juego y, sobre todo en dos de sus películas con Pedro Almodóvar (¿Qué he hecho yo para merecer esto! y La ley del deseo), nos ha obsequiado con un alarde de facilidad para emprender la más arriesgada demanda que una cámara puede pedir a un rostro: deducir dolor de su humor y extraer humor de'su patetismo, hasta hacer invisible la línea de sombra que separa lo uno de lo otro.

Recordar que este alarde de ambivalencia es el disparadero de los príncipes de su oficio, como Fernán-Gómez o Alec Guinness, y sirve para identificar la estirpe cómica (o, sin solución de continuidad, trágica) a que esta incomparable actriz pertenece de pleno derecho.

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