Cataluña 'versus' Barcelona
Hay algunos colectivos que viven en ascuas, ejerciendo una estrecha y perpetua vigilancia a su alrededor, más o menos como se supone que deben de vivir los policías y los guardaespaldas. Ciertos miembros de esos colectivos viven principalmente para detectar y denunciar, para protestar y reclamar, para escandalizarse y acusar, para practicar detenciones imaginarias o a veces reales. Todos hemos soñado alguna vez con ser príncipes despóticos para encarcelar de inmediato a tres o cuatro individuos (recuerdo a un amigo que antaño soñaba con poder enviar a prisión a Maurice Chevalier) sin más fundamento que nuestra personal animadversión. Los miembros más celosos de esos colectivos deben de ver, en sus ensoñaciones tiránicas, las cárceles atestadas de ofensores. Llevan las antenas permanentemente puestas. No dejan pasar una.No voy a entrar en los variados porqués de ese perenne estado de alerta, sino que voy a referirme sólo a una situación de hecho. Seguramente (en algunos casos sin duda) la alerta está más que justificada: se trata de colectivos secularmente perseguidos y hostigados, expulsados o desdeñados, explotados o casi exterminados, tan acostumbrados a defenderse que sin darse cuenta no pueden evitar llevar siempre la guardia alta, por si acaso. Así imagino que habrán de llevarla durante decenios los negros de Suráfrica cuando hayan arrojado a la hoguera a Botha y secuaces. Hace no tantos años que quienes en nuestro país vivían de ese modo y ejercían funciones policiales voluntarias, a toda hora y en todo lugar, eran los así llamados progres o rojos. Si alguien iba a los toros o al fútbol, había un dedo colectivo que señalaba: "Folclorista, alienado". Si alguien bebía whisky en vez de vino, o gustaba del cine americano, el "sino dedo tinto o rosado condenaba: "Imperialista, escapista". Y si alguien se compraba una bufanda que no fuera de lana o se permitía una broma sobre el PCE, el dedo gordo del progreso clamaba: "Burgués, revisionista". Fueron años muy limitados.
Pero justamente por haberlos padecido, o incluso por haber sido parte perezosamente activa de ellos, uno no puede por menos de intuir el infierno en que deben de estar inmersos los colectivos que han elegido o heredado la susceptibilidad como forma de vida, los que viven tensamente instalados en ella. Así, es innegable que la mayoría de los judíos está perfectamente programada para detectar antisemitismo, y algunos lo pueden hallar lo mismo en Klaus Barbie que en una crítica a una actuación de un Gobierno de Israel, o en cualquier novela, o -lo que es más admirable- en una composición musical. A su vez, son cada vez más las mujeres que están entrenadas para detectar misoginia, machismo o acoso sexual, y algunas los verán lo mismo, en un violador que en un anuncio, en un pie de foto, en una opinión literaria, en una invitación a cenar o en la propia lengua: .¿Por qué coñazo significa lo que significa? Machismo". Son los colectivos a los que resulta más fácil provocar, porque siempre estarán dispuestos a sentirse provocados. Escandalizarlos no tiene ningún mérito, pbrque, como se dice taurinamente, "entran siempre al trapo".
Pero no sé si un tercer colectivo preparadísimo para detectar afrentas es el de los catalanes. A tenor de las últimas persignaciones y amenazas de ruina o excomunión surgidas a raíz de las declaraciones valencianas de Javier Mariscal y del programa de Javier Gurruchaga con la intervención de Els Joglars, habría que pensar que sí, como han indicado en este periódico un editorial y una vigorosa columna de Vicente Verdú. El dibujante ya tuvo que pasar por un humillante trance que aproxima su figura a las de Boris Eltsin y el reverendo televisivo Jimmy Swaggart, quienes, como se sabe, entonaron sendos mea culpa públicos y se acusaron de ser poco menos que infrahombres, replicantes, androides, ratas de cloaca prácticamente, viles gusanos (ambicioso el uno, lujurioso el otro).
Pero si digo que no sé. si los catalanes son uno de esos colectivos en ascuas es porque de un tiempo a esta parte tengo una extraña impresión. Es sólo eso, una impresión, y como tal, probablemente errónea. No puedo sino ponerla en duda de antemano y manifestarla sólo como tanteo. Dar por cierta dicha impresión supondría, además, atribuirle una notable esquizofrenia al pueblo catalán, y la verdad es que de eso nunca se lo ha tildado. Sería también una paradoja, incluso una aporía. Pero, aun así, y a riesgo de que alguien pueda entrar a mi trapo (juro que no es mi intención), voy a atreverme a exponerla.
Barcelona es la capital de Cataluña, y el número de sus habitantes ronda los cuatro millones, teniendo Cataluña seis, como reza un conocido y coreado lema local. Pues bien, tengo la impresión creciente de que lo barcelonés -de lo que en realidad apenas se habla, englobado o identificado como suele quedar con una unidad superiores considerablemente distinto de lo catalán. Y aún es más: tengo la impresión de que lo barcelonés no está demasiado bien visto por lo catalán, y quizá también a la inversa. La cosa, en efecto, parece absurda. Se puede admitir y comprender que, como tan a menudo se dice, Nueva York no tenga apenas que ver con el resto del país al que pertenece, pues al fin y al cabo se trata de una nación de 225 millones de habitantes, y Nueva York tendrá unos 15. Se puede incluso aceptar -como de hecho debe hacerse- que Madrid no tiene nada que ver con ninguna de las dos Castillas: no conozco a ningún madrileño que se sienta también castellano ni manchego, y los cinco millones que suman la ciudad y la provincia son bastantes para que Madrid pueda verse y ser vista como lo que es, una isla de tierra adentro. Pero me resulta mucho más difícil explicarme la sensación mencionada de que Barcelona, con sus cuatro millones, va siendo cosa distinta y aun opuesta a Cataluña, con sus seis, de los cuales cuatro son precisamente los de Barcelona.
Alguien podría aventurar la explicación más fácil: en Barcelona hay mucho inmigrante y se habla mucho castellano; el catalán de allí es muy impuro; el Ayuntamiento es socialista; hay excesiva mezcla. Pero estas consideraciones son lingüisticas, políticas, sociológicas, y mi impresión proviene de algo más intangible y más emblemático que todo eso. Lo que en buena medida configura la época y el carácter de una ciudad o nación es su representación, sobre todo su representación artística ante los otros, y ésta depende más de los otros (que la consagran) que de la voluntad de esa ciudad o nación. Por lo visto últimamente, parece ser que muchos catalanes (incluidos los propios Joglars) consideran como su representación más acabada (aunque no artística) al presidente de la Generalitat y a la efigie de Montserrat. Pero ésos son emblemas oficiales, es decir, determinados por los propios catalanes, y no necesariamente reconocidos por los demás. Son emblemas domésticos, de uso interno y, por tanto, hasta cierto punto, caricaturas en sí mismos. A los ojos del forastero, además, ninguno de esos emblemas parece muy propio ni conforme con Barcelona ciudad (más, desde luego, lo sería el Barça). En la retina de los que ya no vivimos allí, en cambio, empieza a haber una Barcelona que, como Nueva York respecto a Estados Unidos, como Madrid respecto a las Castillas, tiene su propia y exclusiva representación, y ésta poco tiene que ver con la representación (no artística) de Cataluña. Esa representación actual de Barcelona es hasta ahora eminentemente literaria: está calando hondo y cuajando en el exterior, y la están llevando a cabo novelistas como Marsé, Mendoza, Montalbán o Azúa, a los que no resulta fácil asociar con lo catalán, por muy barceloneses que sean, o quizá por serlo. Tal vez los catalanes que viven en ascuas han descuidado esa su encarnación artística en los últimos años y deban llevar cuidado con esos barceloneses que, por su cuenta, la están realizando calladamente. Tal vez deban catalanizar Barcelona de una vez por todas y buscar, subvencionar, financiar otra representación convincente ante los forasteros; de no hacerlo así pueden correr el riesgo, indeseado acaso, de que sea Barcelona la que barcelonice Cataluña, y de encontrarse a la postre con un gigantesco caballo de Troya de cuatro millones de personas. Aunque quizá fuera lo más saludable y el fin de un infierno, porque esa Barcelona, la Barcelona representada y, por tanto, la más verdadera, no parece vivir precisamente en ascuas ni llevar permanentemente puestas antenas cuatribarradas.
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