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Nora, nuestra amiga

"Déjame tus guantes, Fernando, pues de repente siento ahorita mucho frío". Fue la única vez, en el curso de más de un año de contactos y conversaciones frecuentes, en que Nora manifestó una finísima grieta de debilidad. Volvíamos en mi coche, camino de su oficina, de almorzar en el Perigord, en el borde del East River, cerca del edificio en que tuvo morada otro talado por el hacha antes del término normal de su curso, John F. Kennedy.Durante más de un año como embajadores ambos ante las Naciones Unidas, mi trato con Nora Astorga fue asiduo y, al margen del trabajo, un camino hacia una amistad profunda. Los tres, Nora, María Luz, mi mujer, y yo mismo, habíamos decidido que, al margen de las funciones que nos justificaban en la ciudad, íbamos a aprovechar la increíble oferta cultural de Nueva York. Al menos cada 10 días íbamos los tres a la ópera o al ballet. "Qué ciudad increíble, ¿no?". Y luego a cenar y a charlar hasta altas horas a cualquier restaurante pequeño. Muchas veces al Café des Artistes, cerca del Central Park. A la mañana siguiente, ya estaba Nora combatiendo dura, pero gentilmente, ante no ya la Asamblea o el Consejo de Seguridad, sino ante los medios de información americanos. Nunca nadie ha luchado tanto, tan bien, con tanta mesura, con la polémica envuelta en la sonrisa. Siempre, hasta el final, resplandeciente.

En junio de 1986, con ocasión de un coloquio en Estrasburgo, convocado por el Consejo de Europa sobre la situación latinoamericana, Sergio Ramírez, el vicepresidente de su país, me había confiado que "lo de Nora no tiene solución". Vueltos a Nueva York, nunca le preguntamos ni¡ mujer y yo cómo se encontraba. Era una reserva de los tres que hacía más preciosa nuestra relación.

El 15 de mayo pasado, en mi última mañana en Nueva York, me acerqué al Lennox Hill Hospital a despedirme de Nora. En casa estaban cerrando las maletas. La encontré en una habitación pequeña, sentada en una silla. Llevaba unos vaqueros azules y una guayabera blanca. En sus brazos morenos y fuertes -tenía unas manos grandes y huesudas-, esparadrapos de las últimas inyecciones y suero. "Sin María Luz, sin ti, ¿quién me va'a culturizar en este monstruo neoyorquino?". En Navidades le escribí, pero sin respuesta. Ya debía estar camino de casa. "Esto es lindo, es grandioso, pero tú no sabes cómo huele, cómo sabe Nicaragua".

"Esa chica tan guapa"

Conocí a Nora cuando yo esta ba con mi pierna escayolada en el verano de 1984. Me había ido a pasar el resto de las vacaciones, frustradas por un estú pido accidente del talón de Aquiles, al palacio. de Viana. La muchacha de nuestro piso estaba de vacaciones. Así que me volví palaciego por falta de otra cosa. Allí vino a verme una mañana. "¿Quién es esa chica tan guapa con la que hablabas en el salón?". "Es un viceministro sandinista". "No me digas".

Luego todo el pr-oceso de Contadora y más tarde los pasillos de las Naciones Unidas. Pero esto, tan importante, no era lo único profando. Lo radical era ver su alegría, su coraje ante la amenaza, cada vez más próxima.

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Vivía Nora en una casa de los suburbios, al norte de Manhattan. Con sus cuatro hijos, más los de su hermana y un niño huérfano adoptado. "¿Sabes que los muchachitos se encuentran bien aquí?". "Pero la mayor, que no mide ni esto -la mano grande de largas uflas rojas sobrepasaba apenas la mesa- se me quiere ir a combatir por su país".

"En la escuela donde van los muchachos, ninguna discriminación, ninguna reserva porque su mamá sea roja". Nora narraba que cuando alquiló la casa, los vecinos vinieron a ofrecerle su cooperación, haciendo la salvedad de que lo hacían porque era una vecina, no porque aprobasen sus ideas ni su historia. Supongo que tampoco su leyenda. "Los gringos, ¿sabes?, son buena gente; así, uno a uno". ¡Tantas cosas que contar para tan poco espacio! Bajo un control total dejaba escapar dimensiones insospechadas, por ejemplo, sus vivencias religiosas, libres y espontáneas, fruto de una niñez que no quería borrar.

Me acompañó por los pasillos del Lennox Hill Hospital hasta el ascensor. Le quedaban unos ocho meses de lucha y de sonrisa.

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