El discurso jurídico del olvido
Una vez más el poder militar acaba de tener una expresión contundentemente, contradictoria con los deseos y los reales intereses de la sociedad argentina. En esta ocasión, lo ha hecho con una petulancia propia, tanto a la condición de alzado en armas de su actor principal como a sus rasgos psicológicos. Pero no nos engañemos. Más allá de los aspectos casi histriónicos que rodean los hechos protagonizados por Rico -que así deberían calificarse si no hubiera sido que puso en peligro la vida y los bienes de ciudadanos inermes-, es oportuno que volvamos sobre su condición nata de alzado en armas y veamos quiénes permiten esta puesta en peligro de las instituciones democráticas.Pues bien, la tipificación que aquí utilizo no es un simple recurso semántico. Lo hago con la clara intención de señalar la deformación en la que de modo harto pernicioso han incurrido quienes, desde su poder de definición jurídica, a partir de los hechos de la Semana Santa pasada llevados a cabo por el propio Rico, tipificaron su comportamiento como de mera indisciplina militar (se habló entonces ya de un motín).
El Estado de derecho y el respeto de la voluntad popular deben ser defendidos mediante la aplicación de la ley. Esto, que es una verdad de Perogrullo y que ha constituido la esencia del discurso ético del presidente Alfonsín, no ha sido cumplido por la clase política argentina, ni por los juristas con peso en las decisiones de gobierno, y mucho menos por los jueces, con algunas excepciones dignas de resaltar.
Aberrante conducta
El Parlamento nacional sancionó ya en 1984 la ley 23.077, de Protección al Orden Constitucional y de la Vida Democrática, mediante la cual el antiguo delito de rebelión del artículo 226 del Código Penal resultaba transformado como atentado al orden constitucional, con el fin de privar a esta aberrante conducta de la connotación heroica y romántica que posee el término de rebelión (así rezaba el mensaje del poder ejecutivo en el proyecto de ley). Se imputaría semejante delito a quien pretendiera arrancar una medida o concesión a alguno de los poderes públicos del Gobierno, debiendo ser juzgado por la justicia civil, que podría condenarlo con una pena muy dura.
Ahora bien, de todos es sabido cuál fue el objetivo -finalmente alcanzado- por el movimiento de Semana Santa, encabezado por Rico, desde Campo de Mayo: obtener una concesión más del legítimo poder político, cual fue la ley de obediencia debida. Con ésta, como se sabe, nuevamente se violentó la decisión de profundizar en la investigación y responsabilización por las atrocidades cometidas durante la década bárbara. De este modo quedó asimismo de manifiesto la errónea estrategia seguida respecto de la cuestión militar y se superó, a mi modo de ver, el límite de lo tolerable (véase EL PAÍS del 23 de junio de 1987).
Sin embargo, cuando el juez federal de San Isidro abrió el respectivo sumario contra Rico por aquellos hechos, rápidamente se le planteó un conflicto negativo de competencia por la inhibitoria que le requiriera la justicia militar. Ésta juzgaría al acusado por el supuesto motín, debiendo aplicarle, en su caso, una pena más leve. Es aquí donde se hace oportuno subrayar el papel cumplido por eso que denomino discurso juridico del olvido, que contribuye a cancelar la memoria histórica argentina, tan necesaria en esta negra etapa. En efecto, el procurador general de la nación, dejando de lado un cúmulo de testimonios y pruebas eficaces, no reconoció en la conducta de Rico una intención de arrancar ninguna medida o concesión de los poderes públicos. Valdría la pena leer el voto en disidencia del digno juez de la Corte Suprema Jorge Bacqué, señalando todas las circunstancias e incontables elementos que ratifican esa intención manifiesta de Rico. Sin embargo, la Corte Suprema convalidó el criterio del procurador general y afirmó la competencia de la justicia militar. Ya sabemos lo que ocurrió después. Rico fue dejado en prisión preventiva atenuada, luego se escapó y finalmente volvió a las andadas.
¿Qué significa todo esto? Las reiteradas concesiones que la clase política argentina hizo a la soberbia militar, antes de haber procedido con el legítimo vigor que el voto popular requirió desde el triunfo radical en octubre de 1983, han sido facilitadas primero y convalidades después por una Administración de justicia compuesta con muchos integrantes que han estado consustanciados con la dictadura militar. Cabe recordar aquí el papel cumplido por magistrados en el rechazo del hábeas corpus y de denuncias por las desapariciones, torturas y detenciones sin procesos en los años de la dura represión.
Esas actitudes -que tuvieron ratificación en la ambigua sentencia del 9 de diciembre de 1985 de condenas y absoluciones a los nueve comandantes de las tres juntas militares-, unidas a las de quienes asesoraron jurídicamente en la preparación de instrucciones a los fiscales para actuar en los procesos frente a los torturadores y jefes militares dando prioridad a un retorcido principio de obediencia debida, conformaron el bagaje técnico de las aberrantes leyes que pretenden cubrir con el olvido el comportamiento criminal. Esas opiniones alimentaron la calificación de amotinados y no de alzados en armas respecto de Rico y colaboradores en Semana Santa.
Amenazas a la democracia
Pues bien, la preparación de un terreno semejante, contrario a los alegados principios de reconciliación nacional que sustentaron las leyes en cuestión, ha generado lo que puede denominarse el discurso jurídico del olvido. Me parece que en este momento, de graves y concretas amenazas a la incipiente democracia que debemos defender a ultranza, no sólo deben atribuirse las responsabilidades a quienes corresponda por la histórica oportunidad que se está dilapidando al no ubicar en su lugar a las fuerzas armadas argentinas, sino que asimismo es imprescindible llamar la atención sobre la equivocada estrategia política y jurídica seguida acerca de la cuestión militar. Proceder de otra forma supone una limitación del conocimiento y el análisis de lo que está ocurriendo en Argentina, lo cual, como memoria colectiva, para cualquier sociedad que pretenda identificarse y perpetuarse como tal, es "el elemento fundamental de su unidad y de su personalidad, mientras que la transmisión de este capital intelectual es la condición necesaria para la supervivencia material y social" (Leroi-Gaurhan).
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