Una bomba en el fin del mundo
çParecían bandidos. Con servilletas de cuadros tapándoles la boca y la nariz, se defendían de la nube tóxica, la misma que horas antes había sido vista revoloteando sobre el cielo trágico de Fisterra por personal al servicio del conselleiro de pesca, un arquitecto nacido y criado a orillas del Miño, en la ciudad de Orense, que desde hace poco más de un mes tiene altas responsabilidades de gobierno sobre una parte importante de las aguas del Atlántico. Las servilletas eran el equivalente mísero, raído y textil de las máscaras horribles que en ocasiones similares se ponen los habitantes de la Europa civilizada. La nube, detectada a ojo y analizada al olfato por un funcionario que se encargó de seguirla en un vehículo todo terreno, fue desmentida en inglés por el experto holandés que entiende del caso. Ni nube, ni tóxica, ni rabos de gaita. Nada.
Tal vez. Pero escuchando a este joven bárbaro alquilado a una empresa extranjera que se dedica al negocio de poner remiendos a las catástrofes, a pesar de la transparencia fiable de sus ojos azules, y aun dejándose cautivar por el tono persuasivo de su lenguaje claro y comprensible, uno tiene la impresión de que este hombre no sabe bien en dónde se ha metido y que, en todo caso, pierde el tiempo tratando de explicar lo inexplicable. Es como si alguien se empeñase en convencer a su auditorio de que el cementerio es la parte de las ciudades españolas más segura para pasear de noche, sin peligro de ladrones ni navajeros. Inútil. Al menor ruido sospechoso, a los más valientes se les pone el pelo de punta, y los demás salen corriendo como pueden.
La mayoría no esperaron siquiera a que llegaran los autobuses. Los más nerviosos y los más prudentes se echaron sin pensarlo a los coches particulares que desde hacía días mantenían con el depósito a tope cerca de sus casas, en previsión de que las cosas se pusieran un poco más feas de lo que ya se imaginaban. Los más pobres y los más optimistas confiaron en que vinieran a salvarlos y, si bien los primeros no tenían más remedio que abandonarse en manos de la fortuna, los otros pecaron, cuando menos, de imprudencia. No guardar un rincón en el cerebro para imaginar el barullo que se iba a armar en la estrecha carretera que sube a Fisterra, cuando se aproximaran al lugar del conflicto nada menos que 300 autobuses, que puestos en fila ocupan en marcha alrededor de cuatro kilómetros, parece propio más de gente temeraria que de ejemplares ciudadanos ciegamente seguros de la eficacia y la responsabilidad de las autoridades encargadas de velar por ellos.
La eficacia fue más bien poca. Como ocurre con la policía sanitaria, que confía más en la resolución terminal de la unidad de cuidados intensivos que en una información preventiva sobre los peligros del tabaco, las grasas de los animales y la vida sedentaria, en cuestión de catástrofes, en este país se procede con filosofía semejante. Al final, todo se queda en unas cuantas grúas, algunos helicópteros, varios remolcadores y, por supuesto, la televisión. Es la versión laica de la oración ad petendam pluviam, con la que en épocas pasadas se conjuraba la sequía. Terminadas las rogativas, si llueve, gracias a Dios, y si no, que el cielo se apiade de nosotros.
Ahí empieza la irresponsabilidad. En esta ocasión fue tanta, que está amplia y generosamente repartida. Desde los alcaldes que se dedicaron a aterrorizar a la población de una forma histérica, más propia de hechiceros africanos que de autoridades investidas de la prudencia y la razón que en Europa se les suponen a los regidores municipales, hasta los encargados de las tareas de protección civil, perdidos en el maremágnum de la catástrofe, o los responsables de que los restos del naufragio se desbordasen tierra adentro, llevando oleadas de nerviosismo desde la costa hasta el interior de Galicia. Pero también algunos políticos de la oposición. Verlos pescando ávidamente estos días en las aguas revueltas de Fisterra para llevarse una tajada del pez a la mesa parecía un espectáculo más carroñero que deportivo o gastronómico. Insensibles a la tragedia de los marineros que llevan varios días sin salir a la mar y que están comiendo de fiado, no tuvieron la delicadeza de aguantarse un poco. Llegaron con sus redes preparadas, lanzaron el aparejo y se pusieron a esperar a ver qué caía. Les daba igual que fuese un niño en peligro, un pez contaminado o un bidón a la deriva.
Sobre los bidones y su peligro, las opiniones son dispares. Las de los políticos dependen, como es obvio, del lugar que ocupen en el arco parlamentario, o mejor todavía, de que tengan o no tengan responsabilidades de gobierno, a no ser el caso del señor conselleiro de pesca, y su nube, afortunadamente desmentida por el superior criterio del experto traído de fuera. De todos modos, los técnicos tampoco se ponen de acuerdo, pues si bien él holandés sigue sosteniendo que la situación se halla bajo control y que las explosiones que tanto alarmaron en principio a los habitantes de la zona carecen de importancia, hay quienes disienten y han proclamado desde las páginas de los periódicos que el barco es una bomba.
Desde luego, bomba o no, el caso es que ha estallado y que las consecuencias y los daños empiezan a valorarse ahora. Ahí están, visibles para todos, las ruinas de la mayor planta de aluminio de España, arrasada, o en el mejor de los casos, seriamente dañada por la honda expansiva de un artefacto cuya capacidad destructiva nunca fue justamente valorada. Con las tripas al aire queda también una parcela del sindicalismo más inflexible, cuyos dirigentes en la fábrica de San Ciprián, con el pretexto de defender a la población de la posible contaminación que pudieran ocasionar unos bidones erráticos y peregrinos, han acabado por dejar caer sobre la comarca el fuego de una catástrofe que no ha hecho más que comenzar. Susconsecuencias las iremos viendo en los próximos días.
A si que, al final, la nube, probablemente metafórica, detectada por los servicios visuales y olfativos de la consellería de Pesca, parece más verdadera que el discurso confiado, tal vez ingenuo, del técnico, holandés tantas veces aludido. Es posible que el barco no llegue a estallar, que las personas que viven en la zona, no sufran daños físicos, que las aguas no queden contaminadas y que los productos más tóxicos se disuelvan sin consecuencias en la mar. No importa. Sobre Galicia ha pasado estos días una nube tóxica que ha destruido fábricas, que ha puesto patas arriba la vida política del país y que ha dejado sobre el maltrecho cuerpo de la población el germen de un cáncer difícil de curar. La desconfianza del pueblo en sus dirigentes se ha vuelto más espesa aún, casi irrespirable.
Las servilletas atadas al cuello de los hombres y mujeres que de esta manera quisieron protegerse de la contaminación no sirvieron de nada, como era previsible. Simplemente les daban aspecto de bandidos, para mayor escarnio. Aunque tal vez hubiera sido mucho peor que les colocasen una de esas espantosas máscaras con que se protegen en casos como éste los habitantes de otros países: parecerían marcianos. Por lo menos, de este modo conservan intacta su identidad real, su condición inconfundible de habitantes de esta parte final del mundo, de seres expuestos a cualquier peligro contaminante que venga del cielo. Si no para librarlos de los efectos de la nube tóxica, la servilleta ha de servirles cuando menos para limpiarse los labios.
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