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Tribuna:CLAUDIO RODRIGUEZ EN LA ACADEMIA
Tribuna
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La poesía es un don

El poeta Claudio Rodríguez ingresó la semana pasada en la Real Academia Española tras varios intentos fallidos. El autor de Don de la ebriedad, un libro que ha marcado la lírica posterior a la guerra, ha seguido un camino propio, valiente y lúcido. Este artículo reconoce la deuda que tenemos con el poeta.Que la poesía es un don, como la claridad, como esa ebriedad jubilosa de que nació su propia escritura, lo muestra la obra de Claudio, Rodríguez desde el principio hasta el final, en su propia cadencia -viene cuando quiere, no cuando se pide, sino. cuando se otorga, pero acude a la voz de quien sabe llamarla- y, _sobre todo, en la relación de amor entre el creador y su palabra.

Seguramente no hay una relación así -no digo en intensidad, sino en su cualidad tan de sí misma- en toda la poesía española de1 último casi medio siglo.

Quiero decir, claro está, desde aquel portentoso Don de la ebriedad, que en 1953 descubría a un joven de 19 años capaz de contemplar el mundo y contemplarse con una sobrecogedora pureza, de dar al aire su voz, recordemos, como si nunca hubiera sido suya, para que todos la sepan como una mañana o una tarde.

Allí había ya una relación -y ojo concaer en lo inefable, sima que se abre siempre al hablar de estas cosas- con la realidad y con la palabra que, fruto en parte de una docta ignorancia a la que el autor se ha referido alguna vez, revelaba esas condiciones de observación a las que luego habría de unirse esa profundísima cultura literaria que Claudio Rodríguez se empecina en disimular.

Un libro inmaduro

Suma de ambas evidencias, de ,esa intuición expresiva que sólo se concede al elegido y de la inteligencia formalizadora sin la cual, no nos engañemos, no hay nada que hacer, la obra de Claudio Rodríguez ha ido creciendo, espaciada en el tiempo y variada en sus propuestas, hasta configurar uno de los corpus poéticos más valiosos de nuestras letras de hoy. Y ha crecido, entre otras cosas, porque aquel primer libro -y ahora lo vemos- no era un libro maduro. ¿Cómo iba a serio? Sí era la obra de quien corre hacia la madurez, la suya en sintonía con un mundo que se le abre tan dispuesto como su propio corazón: qué importa si ahora estoy en el camino.

Vendrán después Conjuros, Alianza y condena, El vuelo de la celebración, libros que, como el autor ha dicho, calman la exaltación del principio, tensan -o rompen- el hilo entre lo real y lo íntimo. Es lo que él -tan buen conocedor de su propia poesía, aunque tanto le cueste ponerse a ello- ha definido como contemplación viva, esa forma de mirar que quisiera desasirse de su componente físico, de su propio yo, pero que si vive es porque nace de unos ojos y no de otros, porque surge de esa oscura inocencia que iluminaba la materia en algunos poemas de El vuelo...

Decir de Claudio Rodríguez que es el más puro de nuestros poetas puede ser no decir nada. No nos metamos, pues, en jardines de dificil travesía y salida peligrosa. Digamos mejor luz, tristeza, gozo, tierra, estrella, olor.

La poesía es un don. La Academia es lo de menos.

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