Balada de cumpleaños
Para huir de mi 85º aniversario, corro a buscar mi vieja bicicleta, aquella que me regaló un amigo argentino -a quien deseo nombrar, Luis Peralta Ramos- dejándomela en la portería de mi casa, una clara mañana de primavera en que yo cumplía 50 años.Fulguraba de plata y de morado mi bicicleta, como cualquiera otra, pero cuando giraba el sol en sus ruedas veloces, llovían. chispas de cada uno de sus radios, y entonces se parecía a un antílope, a un macho cabrío, largo de llamaradas blancas, o a un novillo de fuego que embistiera los azules del día.
Convencido de que he de encontrármela, salgo ahora volando hacia mi casa del parque Leloir, a unos 40 kilómetros de Buenos Aires, y allí la hallo, atada aún a los barrotes de una ventana, tal como la dejé hacía más de 22 años. Estaba casi igual: sólo un poco oxidados los radios y pinchada la goma de una rueda.
"Vamos", le dije. Y surgieron de súbito Diana y el Alano, aquellos mis dos perros asesinados por los insomnes quinteros del bosque.
Mientras corría, siempre seguido del jadear de aquellos dos benditos, por los senderos de grandes árboles petrificados, me entretenía yo poniendo nombres a mi bicicleta: Estrella voladora de las hadas. Telaraña encendida de los silfos. Rosa doble del viento. Margarita bicorne de los pirados. Cabra feliz de las pendientes, Niña escapada de la aurora. Gabriel arcángel.
Y decidí llamarla así, con este último nombre, porque fueron sus dos alas blancas las que me llevaron a Roma sobre el mar, posándome sobre la alta colina del Gianicolo, de la que sólo pude descender hasta la calle Garibaldi, quedando allí inmovilizada mi bicicleta, en el patio de mi casa, durante más de 15 años, renunciando traerla a Madrid, pues comprendía que mis piernas habían ya cesado de pedalear, sustituyéndolas, nuevo Ícaro iluminado, por las divinas alas de los aviones.
Y así seguí hasta que un día, una maldita noche de un vengativo 18 de julio, sin alas ya de aquella bicicleta, sin las de aquel joven ígneo que había querido remontar hasta el sol, me empujaron de pronto al pavimento, en cuyo golpe reconocí que entraba en una oscura grieta del infierno.
Y ahora ya sólo cuento -abandonada en un ángulo oscuro del salón, como el arpa de Bécquer- con una inmóvil bicicleta, en la que únicamente puedo todavía hacer girar el aire con un solo pedal.
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