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Los nuevos austrohúngaros

José-Carlos Mainer

Proliferan de un tiempo a esta parte las muestras de un nacionalismo español que responde, en lucha bastante desigual, a quienes han hecho de aquello del "Estado español" su jaculatoria predilecta y pasan los días asegurando las "señas de identidad" más recónditas. Unos se identifican con lo mejor de la tradición liberal española, que es nacionalista y unitaria, para jurar por la memoria de Manuel Azaña y citar oportunamente a don Américo Castro. Otros, no menos vinculados a ese espíritu, prefieren el sarcasmo mordaz y procuran evitar las grandes palabras. Y aquéllos se encuentran mejor en la estirpe de la apelación irracional (y dicen que "mágica") de las esencias colectivas. Que hay, en fin, para todos los gustos... Pero conviene advertir que el libro del lingüista Gregorio Salvador Lengua española y lenguas de España, aunque use con largueza de la zumba y aunque su autor crea en la grandeza de la lengua española, no pertenece a ninguno de esos modos -tan legítimos, por lo demás- de tratar lo que se relaciona con el tema de España y sus "naciones", sea para proclamar su relación dialéctica, su enfrentamiento excluyente o su naturaleza complementaria.Es precisamente muy de agradecer que los temas que aborda Lengua española y lenguas de España estén tratados sub specie de objetos científicos y que se proponga resolverlos como tales, aunque sea con la vehemencia que es consustancial al ensayo y más todavía al ensayo leído, o conferencia. Pero nadie se engañe tampoco con respecto a la imparcialidad científica en materia de humanidades: los problemas lingüísticos que allí se tratan -y cualesquiera otros de ese jaez- implican opciones políticas, concepciones de la convivencia, imágenes de uno mismo en su relación con los demás, ejercicios de voluntad o invitaciones a la coerción. Por muy materna que la lengua sea, el hecho de ejercerla -de hablarla- impone y supone el ejercicio de un derecho, y, es sabido que tal cosa no siempre es fácil, porque implica los derechos de los demás. La lengua es un sistema que nos socializa por mucho que tendamos a verla como un hecho natural, que nace con nosotros: no la sustenta la ecologia, sino la política y la sociología. Y, en su terreno, nada -ni aquello que los positivistas bautizaron como "leyes fonéticas"- es de obligado cumplimiento o se zafa a los rumbos de la historia que edifica la voluntad hurriana. (Si no fuera así, los actuales franceses, en virtud de una ley fonética, dirían "e" en lugar de "abeille", con notoria mengua de su capacidad de entenderse. Si las coerciones que impone la historia no tuvieran ningún sentido y no sirvieran de nada, esos mismos franceses hablarían lo que hablaba Astérix y no una lengua romance. Si ciertos rasgos de la vida argentina no hubieran impuesto al verbo "coger" una enojosa bisemia o doble significado, los porteños no "tomarían el subte" ni se escandalizarían cuando lo coge un peninsular.) Nada de cuanto implica la lengua deja de ser política lingüística y, por ende, todo es posible si se quiere: extirpar -o pretender hacerlo- el idioma de un pueblo o modificar un tratamiento de respeto (como hizo infructuosamente el fascismo italiano), reformar una ortografia o imponer una lengua a los hablantes de otra; erradicar ciertas expresiones o imponer otras o nuevos sentidos a las existentes. Las lenguas se defienden muy mal de sus enemigos. Lo hace un poco niqJor la escrita, más conservadora de suyo o garantizada por el prestigio literario, pero la lengua hablada es pusilánime y pacta o abdica y se esconde debajo de quien la ha vencid.o (y forma un sustrato que modificará la lengua nueva). Los únicos límites de la actuación sobre una lengua son el tiempo (pues cuesta asentar las modificaciones) y la legitimidad moral de la acción que se pretenda. Y aquí Gregorio Salvador habla simplemente de otra barrera más fácil de traspasar: la legitimidad científica de lo que se diga de la lengua, la razón histórica que asiste a quienes barbarizan a su propósito con rriás impunidad y suficiencia de la que debieran.

Es España hay, y esto es innegable, un "problerna lingüístico". Ficticio o no, existe, aunque no sea el mismo que en Bélgica o en Canadá, donde Estados modernos debieron reconocer una dualidad idiomática que preexistía en mucho y que además se presentaba en condiciones de sensible igualdad. Ni nuestro caso es el mismo de Irlanda, donde el idioma propio es minoritario frente al extranjero adoptado y vive de la protección oficial. O de los países de Centroeuropa y los Balcanes, donde lo idiomático es una pieza más de un rompecabezas étnico, político y religioso, ahondado por migraciones recientes y unidades artificiales. Pero España no es Bélgica ni Irlanda (ni lo es siquiera el caso peculiar del País Vasco, por cierto), ni mucho menos -aunque algunos lo dan por establecido- es el imperio austrohúngaro en la hora de su disolución. Aventuraré una hipótesis explicativa del "problema lingüístico" español, aunque sea para desmentirla y rebajarla a renglón seguido: nuestro "problema" es una consecuencia más de la insuficiencia institucional

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Los nuevos austrohúngaros

Viene de la página anteriorde nuestro siglo XIX, de: nuestra revolución liberal burguesa, que fue incapaz de imponer el yugo de lo unitario con la rotundidad, el éxito y la aceptación con que lo hicieron otros vecinos plurilingües (Francia desde Napoleón, e Italia, más próxima, desde el cercano Risorgimento). Allí actuó el prestigio de una imagen nacional que se asentó en una poderosa seducación pública y en un oportuno manojo de medidas secularizadoras de la sociedad: aquí, sin embargo, la educación nacional fue la cenicienta de la Administración decimonónica, y la injerencia de la Iglesia católica cegó muchos de sus caminos. No es casual, ni punto menos, que las lenguas vernáculas que sobrevivieron a tantos maestros mal pagados por los municipios e incultos de solemnidad encontraran su refugio bajo las faldas del párroco en sociedades muy rurales como las nuestras.

Claro que conviene establecermatices de peso. Quizá el paradigma no se ajuste del todo sino a Galicia. En el País Vasco alentó los inicios del vasquismo, pero lo que hoy se vive es más complejo: una esquizofrenia entre un proyecto político arcaico y las exigencias de una sociedad industrial misteriosa mente tentada por la simplicidad de aquél, entre una tendencia al profetismo y otra al pacto inteligente, y todo ello sobre una base antropológica marca da por el etnocentrismo, el matriarcado y el culto de la fuerza viril. Más complejo es todavía el caso de Cataluña, que ha sido -y en parte ha de seguir siendo- a la vez motor de modernización española y cabeza del proteccionismo económico, centro editorial de la lengua española y protagonista de un proceso de definición nacional patológicamente identificado con la lengua propia... El problema lingüístico no es aquí la subsistencia del gallego, del euskera y del catalán, sino la pelea de sus hablantes contra el español y la obsesión de culpabilizarlo de sus males, cuando tienen tan a mano los nombres de los responsables políticos de humillaciones y miserias. Elproblema es haber trasladado a la cuestión lingüística no los aspectos más constructivos de la nacionalidad, sino un oscuro problema de autoafirmación personal, por intercesión de la colectividad: el problema que llevaba a una lingüista avezada y con cargo político de responsabilidad a exigir de un camarero andaluz en el aeropuerto de Palma que entendiera su catalán. ¡Siniestra parodia de cuando algún miserable chupatintas exigía "hablar en cristiano" a quienes lo hacían en catalán en su sacrosanta presencial Vengan en buena hora la cooficialidad de las lenguas en los ámbitos correspondientes, la exigencia -y no corrijo una tilde- de conocerlas a quienes ejerzan la función pública en las comunidades bilingües o a quienes en estos años reciben educación en ellas, ampárese -sin cicaterías, pero también sin cursilerías ni excesos- su uso público y el reconocimiento de sus obras literarias fuera de las fronteras..., pero mucho me temo que, aun después de logrado ese desiderátum, persista el "problema lingüístico".

Y es que muchas de las tergiversaciones escandalosas que denuncia el libro de Gregorio Salvador se refugian en resentimientos y agresividades más profundas, a las que la -ciencia no convence. Me limitaré a censar algunas al hilo del volumen de referencia para que se vea dónde se agazapa de verdad el cáncer lingüístico de nuestra convivencia. ¿Se consentirá en la Constitución vigente que la lengua común, ese "rumor de los desarraigados", se llame "lengua española", si su origen fue servir -lo apuntaba muy inteligente y algo sofista, Angel López García- precisamente como lengua común entre pueblos de hablas muy distintas? ¿Podrá convencerse a los valencianistas más tenaces de que su lengua propia es el catalán, en su modalidad occidental-valenciana, y no esa pretendida "lengua valenciana" que algún orate dice ser heredera de las hablas mozárabes levantinas? ¿Dejarán algunos aragoneses y asturianos de agitar las venerables ruinas de las hablas románicas autóctonas en el vano esfuerzo de que anden solas y como las lenguas unitarias que nunca llegaron a ser? ¿Leeremos algún día un tratado científico -se burlaba hace años Gustavo Bueno- sobre el "paisanu madaleniense" editado por la Universidá d'Uvieu, o algún cura celebrará esa afrenta que alguien conoce como "misa baturra" amenizándola con una homilía en fabla, como parece que ya se ha hecho? ¿Se seguirá aceptando -como si de un derecho inalienable se tratará- la tendencia de ciertos locutores de audiencia nacional a usar de una pronunciación marcadamente regional, en voluntaria ignorancia de una norma culta que autoriza ciertos rasgos, pero que no es franquicia para la ininteligibilidad ni debe confundir el dialectalismo con el vulgarismo?

Mientras los nuevos austrohúngaros nos sigamos peleando con nuestra propia sombra común (eso viene a ser el español: la sombra que entre todos hemos dejado en la historia y, más todavía, en la geografía), y mientras transfiramos con tanto denuedo nuestros problemas al prójimo que mejor los encaja, habrá "problema lingüístico".

es catedrático de Literatura Española de la universidad de Zaragoza.

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