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¿El pasado prodigioso?

Dicen que fue una década corta. Duró poco más de nueve años: desde la madrugada del 1 de enero de 1959, en que Fulgencio Batista se decidió a abandonar Cuba a la gente de Sierra Maestra, hasta mayo de 1968, cuando los estudiantes franceses levantaron sus barricas, o quizá hasta agosto, cuando las tropas del Pacto de Varsovia entraron en Checoslovaquia.Me dicen que fue una década prodigiosa. Más: me dicen que fue la década prodigiosa. Me lo dice un joven arrugadamente elegante, y yo me convenzo de que se lo han contado mal, de que el recuerdo del primer seiscientos ha sido lo bastante fuerte como para borrar otros datos de su biografía y de la biografía de su padre. Pero después, me lo dice su padre, o alguien de la genocración de su padre, y me doy cuenta de que, o no recuerda el seiscientos, o cree no recordarlo, o cree recordar precisamente otras cosas.

Acumulan elementos demostrativos: estaban los Beatles, los beatniks, el Che, Foucault, Lumumba, los Kennedy, la primavera de Praga, el movimiento negro y el de los derechos civiles, el movimiento por la paz en Vietnam.

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¿Qué más? ¿No te basta? ¿No alcanza la lista para explicar que aquélla era la época de la dignidad, como reveló el doctor Guevara al morir en Bolivia, la época del pensamiento nuevo, superador del marxismo, el psicoanálisis y todas esas cosas, la época del buen gusto de Liverpool y de los auténticos demócratas en Estados Unidos, la época en que los pueblos pusieron en tela de juicio las virtudes del socialismo real?

No, no me basta.

Para mí, esas fechas no se pueden desprender del calendario general. La década prodigiosa forma parte, pues, para mi memoria de ciudadano convencional, de ciclos tan amplios como la época de Franco en España, o la de los Gobiernos militares en América Latina, que está tan lejos de terminar.

¿En qué sentido puede haber sido ese pasado prodigioso para alguien, prodigioso hasta el punto de hacerlo deseable a los ojos de hoy, objeto de nostalgia?

Repaso los nombres que me proporcionan como argumento: el Che, Lumumba, los Kenndey, Luther King; todos ellos fueron asesinados en la década prodigiosa, y yo recuerdo aquellos años no como los años en que estuvieron presentes, sino como los años de su muerte.

Quizá sea por pura voluntad de pesimismo que insista en pensar que aquella etapa no fue la del movimiento por la paz en Vietnam, sino la de la guerra de Vietnam; que no fue la del movimiento por los derechos civiles, sino la de más intensa violencia racial que vivió Estados Unidos desde la guerra de Secesión.

Quizá alguien me atribuya mala fe cuando llamo la atención de mis añorantes interlocutores sobre determinadas coincidencias: en 1963 iniciaron su carrera ascendente los Beatles, y Grimau fue asesinado por disposición del general Franco; en 1966 publicó Foucault Las palabras y las cosas, y el general Onganía subió al poder en Argentina, abriendo el triste ciclo de aplicación de la doctrina de la contrarrevolución preventiva en el continente. Pero esas coincidencias existen, la luna tiene otra cara y la tierra también.

A veces, esa otra cara tarda en mostrarse, pero la realidad la pone siempre en evidencia, aunque sea a la larga: acaba de darnos testimonio de ello Ken Kesey en La caja del diablo, libro dirigido a curar morriñosos de la generación beat.

La década que siguió, la de los setenta, rió carece de méritos para hacerse acreedora a un calificativo abrumador: la década magnifica, o virtuosa, o armónica. Es la década de la muerte de Franco, la década de la transición, y de la revolución de los claveles, y la derrota americana en Vietnam, y la caida de los coroneles en Grecia. Pero también es la década de Videla, y la de Pol Pot, y, cómo no, la del garrote a Puig Antich y los fusilamientos in extremis. En Chile es la década de Pinochet, a la vez que la de Allende, que ocupó La Moneda entre 1970 y 1973. Una etapa tan deslumbrante y vil como la anterior. Y con un sonido propio. O con varios sonidos propios, vinculados todos ellos a formas concretas de resistencia: la nova cançó catalana -y me viene la figura de Raimon, que una vez declaró que no participaba del desencanto porque nunca había estado encantado-, Paco Ibáñez, el primero, y los demás, si del antifranquismo tratamos; en el mismo mundo en que actuaban Victor Jara, Mikis Teodorakis o José Alfonso, que no serán los Beatles, pero...

¿Y la actual, la de ¡os ochenta, cómo será recordada? Me parece probable que se llegue a evocarla como la década de Gorbachov, con la sensación que se tiene de que ese hombre está yendo mucho más allá que Dubceck, por terrenos aún más peligrosos -no ha de ser simple entrar a fondo en cuestiones como el antisemitismo, la corrupción o la escritura de la historia: menos simple, en cualquier caso, que autorizar por decreto la reinstauración de la libre empresa o echarse a nadar en las aguas turbias del mercado internacional- y con la firmeza de pulso que se obtiene más de la decisión que del poder. Aunque la mayoría, da la iinipresión de prescindir, de pasar. En un futuro más lejano, el de nuestros nietos, no debemos excluir el que nuestra época se asocie a la idea de paz; a pesar del tono beligerante del discurso ideológico de Reagan, estainos mucho más lejos de un conflicto nuclear hoy que hace 20 años, y con la incorporación de la Unión Soviética a la economía rnundial, el ciclo de fabricación de ingenios atómicos cederá lugar a otros, a otras urgencias.

Sin duda estamos hablando de sólo la mitad del objeto: en la otra proporción tiene lugar el entierro de las utopías que afimentaron las acciones de progreso de los tres primeros cuartos de siglo: ni la URSS, ni China -después de un congreso cuyas líneas principales habían sido previstas por Richard Nixon hace 15 años-, ni Cuba representan ni pueden representar, para potenciales militantes de la izquierda de estos días, las doradas; metas simbólicas que representaron para los militantes reales de entonces.

Y, ya para el final de este repaso, me veo obligado a preguntarme si lo que los otros echan de menos de la década prodijiosa no será precisamente eso: el proyecto áureo al que, existente o no, se remitían todos los esfuerzos de entonces, el reino ole la justicia, la igualdad y el bienestar que se estimaba real¡zado en algún punto del planeta. Me veo obligado a preguntarme si aquel tiempo pasado no será mejor porque sil atmósfera estaba llena de previsiones que se mostraron neta ficción, y éste ahora no será un tiempo verdadero, de imposible refutación, en el que hay que volver a empezar, no sólo en lo material, sino también en lo imaginario.

Lo pienso mientrasen la habitación contigua cumple su parte un televisor. Trae últimamente menos misas, menos faraonas,, menos coros y danzas. Ahora llegan cosas más dulces, mezcladas con las voces menudas y diáfanas de mis hijas. Sospecho que el suyo será el sonido de estos años.

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