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Tribuna
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La 'guerra de las galaxias' se librará en tierra

En público, el presidente Reagan sigue afirmando que la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) no es negociable y que no será utilizada como baza en las futuras conversaciones sobre reducción de armas estratégicas. Igualmente, la Unión Soviética insiste en que las reducciones importantes sobre armas estratégicas dependen de que no se desplieguen armas defensivas en el espacio. Y, sin embargo, ambas partes muestran un gran optimismo sobre la posibilidad de conseguir un acuerdo el próximo año.La paradoja, no obstante, es más aparente que real. George Shultz ha indicado que ha celebrado con su homólogo soviético "conversaciones y discusiones", pero no "negociaciones" sobre la SDI. Al mismo tiempo, la Unión Soviética ha manifestado claramente una mayor flexibilidad en sus planteamientos sobre este punto de lo que pudieran hacer pensar sus declaraciones oficiales. De hecho, el programa de la SDI no será probablemente un obstáculo serio para las negociaciones sobre el control de las armas estratégicas convencionales, aunque éstas plantearán muchos problemas propios que no es probable queden resueltos antes de que termine la temporada de fútbol, por muchos ruidos optimistas que vengan ahora de las capitales de las superpotencias.

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Esto no quiere decir que la URSS tenga motivos para sentirse tranquilizada. En realidad, tiene muchas cosas de las que preocuparse. La causa de su inquietud se basa tanto en la ambiciosa naturaleza del programa norteamericano como en las consecuencias que ha empezado a generar para la guerra convencional.

Tal vez merezca la pena recordar que la SDI se presta a tres interpretaciones bastante diferentes. Por la primera, anunciada por el presidente Reagan en televisión en marzo de 1983, la SDI consistía en un sistema de defensa efectivo contra un ataque de misiles soviéticos dirigido contra el territorio de Estados Unidos.

La forma que tomó esta declaración se debió en gran parte a presiones políticas internas, entre otras, el manifiesto de los obispos católicos americanos, y al movimiento Freeze Now, que pedía la inmediata congelación de los armamentos y que coincidía en afirmar que la disuasión nuclear era inmoral. El presidente estaba de acuerdo, pero, como de costumbre, dio una respuesta técnica a un problema moral. Los norteamericanos evitaban tratar de esa inmoralidad, diciendo que el empleo de dichas armas era absurdo. Como EE UU se había pasado toda la era de las conversaciones SALT, que empezaron en 1969, intentando convencer a la Unión Soviética de la importancia de mantener el principio de la disuasión y de la vulnerabilidad mutuas, este cambio de actitud alarmó a los dirigentes soviéticos. Parecía como si EE UU daba de repente la espalda a estos principios y, además, iba a lograr en breve la posibilidad de, si así lo decidiera, lanzar un ataque contra la Unión Soviética con la seguridad de evitar la represalia.

Moscú se alarma

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Moscú tuvo razones para alarmarse, ya que era el período en que la doctrina oficial de EE UU era que debía tener la posibilidad de decapitar en caso de guerra la Administración política y militar de la URSS, aunque sin destruir la sociedad soviética. Estos temores, sin embargo, no tenían un fundamento tecnológico. La mayoría de los científicos y técnicos norteamericanos estaban de acuerdo desde hacía mucho tiempo en que el proyecto en su forma original era irrealizable en un futuro previsible y que, en todo caso, desde el principio, no tomaba suficientemente en cuenta las mejoras que la Unión Soviética pudiera introducir en sus propias capacidades.Estas consideraciones plantean, sin embargo, un segundo problema, que es el de si la SDI podría funcionar -aunque fuera sólo en parte- hasta el extremo de poder discriminar entre proyectiles soviéticos con diferentes trayectorias y destruir aquellos que pareciera probable iban a atacar en sus silos a los misiles norteamericanos basados en tierra. En sí mismo y en contraste con la primera interpretación, esto hubiera significado un reforzamiento del principio de la disuasión y la vulnerabilidad mutuas simplemente porque hacía posible conservar a los norteamericanos su capacidad de segundo golpe de represalia. Pero es en este contexto en el que surgió un contraargumento soviético, especialmente en Reikiavik, a saber, que, si reducimos en gran escala el número total de misiles, ¿por qué seguir con la SDI? La insistencia norteamericana en seguir adelante con la SDI tras haber acordado el principio de la reducción causó perplejidad y perturbó al liderazgo soviético.

También ayuda a clarificar todo esto la importancia real de lo que pudiéramos llamar la SDI Mark III. El hecho es que el programa SDI no es, en absoluto, un programa. Es un intento de coordinar unas 15 series diferentes y hasta entonces no relacionadas de experimentos en las fronteras de la tecnología avanzada - que van de los ordenadores de la quinta generación y bombas de hidrógeno emisoras de rayos X a las técnicas de partículas cargadas- aplicada a formas precisas de destrucción. Es aquí donde entran en juego las implicaciones para la guerra convencional.

El cañón electromagnético

Un ejemplo. Al Ejército norteamericano, como a la mayoría de los demás ejércitos, le gustan los carros de combate. De hecho, unos cuantos países de la OTAN dedican en la actualidad fondos importantes para desarrollar la nueva generación de tanques que entrará en servicio hacia el año 2000. Y es, sin embargo, perfectamente posible que para entonces el concepto mismo del carro de combate se haya quedado anticuado. Un resultado inesperado del programa SDI es haber acelerado considerablemente el desarrollo del cañón electromagnético, que puede disparar partículas diminutas a una velocidad de salida 40 veces más elevada que la conseguida hasta ahora, lo que hace que el tanque más moderno parezca, en comparación, una tetera antigua. Por no hablar de su tripulación. Otras aplicaciones a la guerra convencional son la difusión instantánea de la información sobre el teatro de operaciones por sofisticados ordenadores, con unas imágenes en pantallas simplificadas pero realistas, no sólo a los mandos superiores, sino también a los oficiales sobre el terreno, que estarán, por tanto, en condiciones de tomar inmediatamente las decisiones más adecuadas. En la batalla moderna, la distribución de recursos y la elección del mejor objetivo en el mejor momento serán decisivos, como lo será la relación entre precisión y capacidad destructiva de las armas. Es cierto que estas cuestiones nos han sido familiares durante muchos años y que la difusión de la información y la precisión y eficacia de las armas estaban en cualquier caso mejorando. Pero el efecto neto de la investigación SDI ha producido ya una reevaluación de primera magnitud por parte de los soviéticos de la potencia defensiva occidental, que ahora promete reforzarse considerablemente.Por ello, lo que pudiéramos llamar el teatro efectivo de operaciones de la SDI no está en el espacio sino en tierra. Esto ayuda a explicar no sólo las aprensiones soviéticas sobre su evolución futura, sino también su disposición a llevar rápidamente a cabo una reducción de las armas estratégicas (una versión del argumento de que esto haría innecesaria la SDI) y también su disposición a hablar de reducciones de fuerzas convencionales en Europa. Durante una generación o más, la respuesta soviética a la capacidad disuasoria norteamericana había sido la amenaza de conquistar o destruir al rehén Europa. Esta amenaza se está haciendo cada vez más irrealizable. Hoy en día, el interés soviético está en vincular la reducción de las armas convencionales con la de las armas estratégicas como medio de garantizar la seguridad soviética: un resultado totalmente inesperado del programa SDI que proclamó el presidente Reagan en 1983.

Philip Windsor es profesor de Relaciones Internacionales y Estudios Estratégicos en la London School of Economics.

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