Presos que cambian la celda por el campo de batalla para reforzar al ejército de Ucrania
El batallón Alcatraz está formado por reclutas que han cambiado voluntariamente la cárcel por el frente


Los uniformes igualan a todo el mundo. A comandantes como Valentyn y Arey, al mando de cientos de hombres y con un curriculum ejemplar, y a Mijailo, Garik y Makhsud, que han pisado la cárcel por diversos delitos y ahora son miembros de Alcatraz, un batallón muy particular. Es uno de los regimientos de la 93ª brigada mecanizada Kholodny Yar y está formado exclusivamente por expresidiarios que han cambiado la celda por la guerra voluntariamente para defender Ucrania, pero también porque tienen la esperanza de limpiar su imagen.
El batallón Alcatraz nació a partir de la aprobación de una ley el 7 de junio de 2024 que permitía a delincuentes comunes librarse de la pena de cárcel si se unían al ejército. La medida fue concebida para intentar paliar la falta de personal en las Fuerzas Armadas, y en el primer mes desde su entrada en vigor, 6.100 de los 44.000 reos que conforman la población penitenciaria ucrania solicitaron su admisión. Más de 3.800 fueron aceptados, según el Ministerio de Justicia. Valentyn, comandante del batallón, relata cómo después de un mes de entrenamiento, los reclutas el pasado agosto ya estaban participando en misiones en el frente de Donetsk, la provincia oriental parcialmente ocupada por Rusia desde 2014. “Están luchando en las direcciones más peligrosas: Pokrovsk, Kurájove, Chasiv Yar… Sobre todo en misiones de asalto”.

“Vienen altamente motivados, mucho más que la media de los que hoy en día son reclutados”, afirma el comandante de compañía Valentyn sobre los antiguos presos. Son cientos, aunque el número exacto no lo revela. En un entrenamiento rutinario, al menos medio centenar se apiña entre los árboles de un tupido bosque de ramas desnudas en las afueras de Kramatorsk. Algunos reciben instrucciones para simular un asalto, otros practican con sus fusiles, otros aprenden a realizar primeros auxilios a un herido.
No cualquier preso se beneficia de la nueva ley. Los condenados por delitos de traición a la patria no pueden acogerse a la norma; tampoco los narcotraficantes, violadores, pedófilos o sentenciados por asesinato. La última palabra sobre la excarcelación siempre la tiene un juez. “Sobre todo hay ladrones y condenados por agresiones”, estima Arey. Por una pelea acabó en prisión Garik, de 28 años y boxeador profesional en la categoría de pesos medios. Le partió varios huesos de la cara a un hombre y, al estar federado, el juez le aplicó una pena equivalente a si hubiera cometido la agresión con arma blanca, una agravante que también existe en España. Le cayeron 13 años, pero su abogado consiguió que le rebajaran la pena a ocho. “Llevaba dos años en mi celda, sin nada que hacer, cuando me preguntaron si quería venir. No me lo pensé”, afirma.

En el grupo que se instruye sobre medicina de emergencia está Makhsud, de 27 años y de padres uzbecos, pero nacido en Ucrania. Él ya había estado antes en el ejército —se unió en 2022, al inicio de la invasión rusa—, pero resultó herido de gravedad en una pierna en un bombardeo y le llevó un buen tiempo recuperarse. Cuando estaba listo para regresar, tuvo un problema con la justicia: “Yo solamente llevé en mi coche a un amigo que había cometido un crimen. La policía nos paró, nos detuvo y a mí me consideraron cómplice”, asegura, sin entender muy bien por qué acabó entre rejas. También le condenaron a ocho años de cárcel y llevaba uno cumplido cuando se unió al batallón Alcatraz. “Cuando acabe este año de servicio mi historial quedará limpio y ya no tendré que cumplir los otros siete [años]”, celebra.
A la familia de Makhsud no le hizo mucha gracia que volviera al frente porque ya sufrieron mucho cuando resultó herido, y casi que le preferían entre rejas, pero a salvo de las bombas. Él no lo ve así. “Este país me ha dado mucho y es mi deber devolverle algo, debo defenderlo ahora”.
El boxeador también razona su decisión: “Quiero demostrar que no soy una mala persona, no soy un bastardo”, esgrime. Pero su primera razón, que también es la de la mayoría, es ayudar a Ucrania. “Yo he venido aquí a matar rusos”, espeta. “Y no me hace falta esto [señala su fusil], lo puedo hacer con mis propias manos”, se jacta.
La reputación le importa menos a Mijailo, de 42 años, no tan locuaz como sus compañeros. Este obrero de la construcción nunca había estado en el ejército, nunca antes había empuñado un arma. “Yo he venido para servir a mi país”, dice lacónico. “Ya tengo el respeto de mi familia, es lo único que me importa”.

Los soldados que ingresan en el batallón Alcatraz firman un contrato de un año en el ejército y solo hay dos circunstancias que les diferencian de otros: “no tienen vacaciones durante un año y si enferman no se van a su casa a recuperarse, sino al cuartel donde residen”, apunta el comandante Arey. Al cabo de ese tiempo de servicio, su hoja de antecedentes queda limpia, aunque no pueden dejar las Fuerzas Armadas, salvo que concurra alguna de las pocas circunstancias que hoy ya eximen de servir: cuidar a un familiar dependiente, motivos de salud o tener como mínimo tres hijos menores de edad. Lo que sí pueden es cambiar de batallón o de brigada, y hacer toda la carrera que quieran en el ejército. La idea suena muy bien a oídos de cualquiera que tenga por delante una temporada entre cuatro paredes. “Puedes vivir incluso mejor en la cárcel, es muy cómodo, pero esto es mucho más”, señala Mijailo. Con “esto”, el recluta se refiere a respirar fuera de los muros de prisión y a haber recobrado la libertad, aunque sea una muy circunscrita a las condiciones de estar luchando en un conflicto armado.
Una nueva vida de riesgo extremo
Por muchas ventajas que los expresos encuentren a su nueva ocupación, esta no es fácil en absoluto. Mijailo, que solo lleva una semana, reconoce que ya va mejorando, pero que al principio le costó. Sergei, del grupo que está aprendiendo a manejar un fusil, llegó hace solo un día, y la formación se le está haciendo cuesta arriba. Oleksander, el instructor, les ha explicado cómo descargar el fusil, recargarlo y apuntar con él en tiempo récord y sin fallo. Es más complicado de lo que parece: cuando no colocan mal las piernas, es la postura del brazo, o que se atasca el cartucho. El instructor, con paciencia, corrige una, dos y tres veces al recluta Serguei, que es siempre el último del grupo en gritar “¡vacío!”, cuando han descargado el arma, y “¡te cubro!”, cuando ya está otra vez listo.

En las llanuras y bosques de la región de Donbás, en el este, es donde estos expresidiarios entrenan seis días a la semana durante unas 10 horas, un mínimo de un mes antes de irse a probar el verdadero frente de batalla. “Nos levantamos a las seis de la mañana, nos preparamos, desayunamos y vamos al cuartel y a otras localizaciones como estas para entrenar”, describe Makhsud, señalando el bosque. En los descansos aprovechan para comer, fumar y trastear con el teléfono móvil; tampoco hay muchos más pasatiempos. A las diez de la noche, apagan las luces de los barracones.
Día tras día, los chicos del Alcatraz entrenan en técnicas de asalto y defensa de posiciones, en camuflaje, manejo de drones, construcción de trincheras, primeros auxilios en zonas de combate… Lo básico para un recluta de infantería que va a ir a defender algunos de los frentes más castigados de Ucrania. Cuando concluyen una misión, vuelven a los entrenamientos y a la formación. Y hasta la siguiente.
Su comandante, Valentyn, insiste en lo orgulloso que está de ellos. “A mí no me importa lo que hayan hecho en el pasado; sino lo que vayan a hacer a partir de ahora”, asegura. Si no los matan en la guerra, los soldados del batallón Alcatraz pronto verán saldada su deuda con la justicia y recobrada su libertad. Como el emblema de su batallón: un águila encadenada que rompe sus grilletes y levanta el vuelo.

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