El regreso a la idea
El hecho de que Marguerite Yourcenar haya sido designada escritora europea del año tiene un significado más profundo que el que se deriva estrictamente de la concesión de este reconocimiento. Hay una forma de escribir y un proyecto de mundo que se ha revalorizado en los últimos años, y que enlaza a una generación de escritores nacidos en las postrimerías del siglo pasado con otra que ha empezado a ascender en la década de los setenta. Marguerite Yourcenar, Ernst Jünger, Hermann Broch, Robert Graves, William Faulkner, entre otros, nacieron prácticamente en el cambio de centuria y escribieron sus primeras obras significativas en la década de los veinte y comienzos de la siguiente: Alexis o el tratado del inútil combate (1929), Tempestades de acero (1930), Huguenau o el realismo (1931), Adiós a todo eso (1929), La paga de los soldados (1926), El ruido y la furia (1929), etcétera. Todos ellos son relatos con un propósito radical: definir el espacio del hombre menos en relación con un mundo convulso que consigo mismo, con la propia naturaleza del hombre social. Sólo les interesa la idea, lo esencial.Derrumbe
Los grandes sistemas filosóficos se derrumbaron junto a una de las viejas ideas políticas de Occidente: la del Estado-nación. No quedaban referencias sólidas desde las que dibujar una geografía de las relaciones humanas que fuera sencillamente útil. Mientras las vanguardias se sumergen en el caos y ven en el desorden una de las fisonomías del orden, esta generación vuelve la vista a la historia y no descubre en ella más verdad que la poética, la del hombre que se encuentra solo frente al universo. Esta soledad radical ante un mundo al que le falta todo, y es por ello mismo ilimitado, caracteriza a escritores tan dispares como los citados, por encima de los accidentes formales de su obra. Lo que les une no es exactamente una tendencia casi general a regresar a un p asado más o menos lejano -los casos de Yourcenar, Broch o Graves cuentan entre los evidentes-, sino la seguridad de que cualquier idea, cualquier certeza y cualquier novela parten de un deslumbramiento poético. Robert Graves, como reza en su tumba, es ante todo un poeta que escogió a sus maestros entre los Swinburne y Thomas Hardy de su adolescencia. William Faulkner vio rechazados sus primeros manuscritos poéticos por falta de calidad y, sin embargo, sus novelas tienen un ritmo prosódico y una aspiración netarnente líricos. La saga de los Snopes es una prueba de que el mundo de Faulkner no termina con el paisaje sureño: los personajes bajan al infierno y discuten con el diablo; el amor más desesperado, -más puro, es el que se consuma entre el idiota de la familia y la vaca de un vecino. Jünger formula siempre sus profecías sobre el poder mediante la técnica de la ensoñación, que convierte el argumento en pesadilla. Yourcenar jamás prescinde de ese protagonista solitario y límite que tiene que reconstruir el mundo con el único concurso de la mirada. Los elementos de la obra de Broch son el amor, la muerte, el idealismo, encontrándose en un campo de batalla común donde sólo se confrontan las esencias, pero en el que se destrozan individuos reales. La idea sólo puede ser poética, pero no por eso deja de ser idea. Unos regresan al Sur o a la guerra, y otros, a los clásicos, con la condición de reencontrarse con la unidad de la naturaleza humana bajo la superficie de los acontecimientos más diversos. La historia, bajo sus distintas máscaras, muestra siempre el rostro de la unidad, y la unidad es siempre poética.
Ninguno de ellos triunfó en su momento. Tuvieron que esperar al apogeo del existencialismo para tomar contacto con una sensibilidad muy diferente de la suya, pero que había partido de la misma pregunta: la que se refería a la conciencia íntima del hombre en relación con las condiciones de su entorno. Es de sobra conocida la propuesta del compromiso sartreano. La forma en que enlazó con la generación del cambio de siglo puede ilustrarse con la afirmación de Marguerite Yourcenar de que "la historia es una parte de la vida". Dicho de otro modo, la unidad es una parte de la vida y se escribe con argumento poético. Marguerite Duras, Sartre o Camus cumplieron con esta consigna durante toda su obra.
Pero el reconocimiento general llegó al coincidir con una corriente de narradores que escriben desde la perspectiva de una Europa destruida y de un mundo cuya relación con el pasado es bastante fría. Son narradores que maniobran en las fronteras de los, géneros, utilizando, para seguir la terminología de Morin, un punto de vista autoanalítico: el mundo existe, pero a condición de que exista también- un testigo que dé cuenta de él. El yo del narrador impone su presencia desde la primera línea, sin que ello evite un compromiso duro con la realidad. No obstante, el testigo es el mundo. Thomas Bernhard, Paul Bowles, William Gass, Martin Walser, Milan Kundera y el más lejano Frisch, son autores cuya relación con la generación mencionada es casi orgánica. La Proximidad no sólo se refiere al hecho de que ambos grupos hayan buscado lo esencial bajo la confusión, o de su inclinación al ensayo o de la consciencia de estar viviendo en el final de una época. Se refiere sobre todo a la forma en que han vinculado la literatura con el mundo. A nadie debiera extrañarle que Kundera y Bernhard se hayan encontrado con Yourcenar entre los finalista a este galardón. La idea ha regresado.
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