De El Greco a Picasso
En todas estas grandes exposiciones, la sensación general es de que el ministerio se ha volcado sin regatear ni esfuerzos ni limitaciones. En la titulada De Greco à Picasso, la impresión de magnitud e importancia es general, sobre todo si tenemos en cuenta que cuesta hoy día lograr que las grandes piezas salgan de los museos. (Señalemos, de paso, que el Prado ha cedido para esta ocasión unas 60 obras.)Del Siglo de Oro español, la exposición muestra muy bien el engarce entre las primeras y segundas figuras, haciendo patente que existen unas características y unos temas afines: el realismo, el gusto por la anormalidad (enanos, etcétera), el tema de la muerte o de la fugacidad de la vida, el gusto por el costumbrismo, y, formalmente, el gusto por una gama de colores pardos, negros, rojos y ocres, la falta de idealización, y la calidad y rapidez de la pincelada. En la seleccion se ha evitado, acertadamente, el exceso de cuadros con motivos religiosos; se ha escogido, de hecho, con una mirada que podríamos calificar de moderna.
Junto a los estupendos Greco (Caballero, San Bartolomé), los Velázquez (ese dios Marte, nada guerrero, del Prado, el Esopo o todos esos perros difuminados que Degas y Manet habían de admirar con pasión), los Ribera, los Murillo, los Zurbarán, aparecen pintores de segunda fila que serán, cómo no, un descubrimiento para los franceses. Desde el curioso enano del bodegonista Van der Hamen a los dos espléndidos retratos de Del Mazo, el Carlos II a la edad de diez años, de Carreño de Miranda, los Alonso Cano, las Vanitas de Andrés Deleito y la de Antonio de Pereda, hasta los bodegones de Sánchez Cotan o el superrealismo avant-la-lettre de Pedro de Camprobin.
La joya
De los siglos XVIII y XIX la joya de la exposición es el gran cuadro de Goya La familia del infante don Luis, prácticamente desconocido por hallarse en Parma. Su impacto procede no sólo de su gran tamaño, sino también porque se trata de una composición al género de las piezas de conversación a la manera de Hogarth. Su fuerza reside en la alternancia, entre sus 14 personajes, de belleza y esperpento y de candidez y patanería. También de Goya señalemos el pequeño Vuelo de brujas y la maravillosa Lechera de Burdeos.
De Goya a Picasso, un período que el público francés casi desconoce totalmente, esta exposición ha hecho un gran esfuerzo en cuanto a la belleza de las piezas de Vicente López, Madrazo, Eugenio Lucas, Fortún, etcétera. Otros artistas podrían haber estado más enfáticamente representidos, como Martí Alsina, Pinazo e incluso Casas. Con todo, el conjunto es de una belleza raramente igualable como fenómeno expositivo.
La exposición El siglo de Picasso nació ya arropada por la polémica, y es, en efecto, controvertida. Las enormes presiones ejercidas sobre sus comisarlos (un hecho bastante lamentable y típicamente español) han hecho incluir más de 10 nombres nuevos; de ahí que la relativa claridad del argumento de la muestra se quiebre totalmente al llegar a los años cincuenta. El argumento obedece a la manera de entender el arte y las exposiciones de Tomás Llorens, sin lugar a dudas uno de los teóricos más brillantes que tenemos en este país, y que en este caso ha actuado de comisario junto con Francisco Calvo Serraller. La idea subyacente a esta muestra es que el arte español son unos grandes nombres -básicamente Picasso, Juan Gris, Miró, Julio González- y que una exposición es, primordialmente, un hecho visual. Todo y con ser bastante cierto, este criterio margina, casi obligatoriamente, el zeitgeist de cada época y las contradicciones, o las ¡das y venidas, de la modernidad, algo que podría haber sido explicado en el catálogo, a mi modo de ver insuficiente en cuanto a interpretación de los hechos históricos y poco convincente en su defensa de unos criterios alternativos. Deja de lado también la posibilidad de revalorizar a artistas poco conocidos para el público francés, que, tras esta exposición, no hará más que confirmar a los grandes nombres.
Ahora bien, la belleza y el interés de las piezas es indudable: la época cubista está espléndidamente representada con obras de primerísima magnitud; Miró, con obras magníficamente escogidas, algunas procedentes de colecciones privadas parisienses; Picasso, quizá un punto excesivo, pero siempre una joya para la vista y para la mente, con Mujer de pie, de 1927; La bañista, de 1934; los dibujos para el Guernica, y tantos otros; un Julio González justamente revalorizado. La pertinencia histórica y la belleza de las piezas escogidas van a ser, inequívocamente, difíciles de igualar en otras exposiciones que puedan dedicarse al arte español.
Finalmente, se ha calificado a esta exposición de madrileñista no sin razón. Las obras de Hernández Pijoan de finales de los setenta o una buena pieza de Guinovart no hubieran desmerecido en absoluto. Tampoco se entiende, la inclusión de Gutiérrez Solana si el tema que recorre la muestra es el de la modernidad. En este mismo compartimiento se incluye en el catálogo al Picasso de Las meninas o al realismo madrileño: salta a la vista que esta mezcla necesita de una mayor explicación.
Claudicación
En cuanto a los años setenta y ochenta, una selección bastante justa (se echan a faltar los nombres de Sergi Aguilar o Menchu Lamas) muestra buenas obras de los jóvenes consagrados, a excepción, tal vez, de las más flojas de Campano y Barceló.
En cuanto a la muestra organizada por Susanne Page, dedicada a los nombres más jóvenes de la escena española, es una especie de claudicación ante la moda que se está llevando y ante el ímpetu o la capacidad de persuasión de la galería La Máquina Española. Históricamente se ha perdido la ocasión de mostrar a otros artistas jóvenes en lugar de los Agredano, Savater, Cabrera, Iglesias y Espaliu. Paneque se salva más por su sentido del humor, aunque éste sea un tanto esnob y superficial. Con todo, hay obras espléndidas de Sicilia y esculturas de Susana Solano, Pellu Irazo y Txomin Badiola.
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