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El 'estado de la transición'

Un proyecto democrático y de progreso que quiera merecer tal nombre, no sólo autocalificarse de tal, tiene que basarse en el análisis crítico de la transición española, sobre la que, según el autor, el triunfalismo ha vertido todo un manto de tópicos que condicionan la mayoría de las ofertas que a uno y otro lado del arco político se hacen a la población.

Ese análisis crítico puede y debe, sin merma de la valoración positiva que en otros aspectos se pueda poner de manifiesto, reconocer el olvido, ignorancia o mistificación, más voluntaria que involuntariamente, del estado de la sociedad española.

Nuestra comunidad no es todavía, y está muy lejos de serlo, un modelo de sociedad civil vertebrada a la luz de los principios constitucionales de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Se puede y se debe hablar por ello, aunque no revista los caracteres del dramático enfrentamiento que en otras épocas caracterizó esa dicotomía de las dos Españas.

Cuando, refiriéndose a otros marcos geográficos, se contempla la seria distancia económica, social y política entre el Norte y el Sur se olvida que aquí está ese panorama de desigualdad en el desarrollo frente al subdesarrollo, tanto o más presente que en otras latitudes. Cuando se utiliza la expresión de hombres / países ricos y pobres en la cruel ilimitación de su magnitud y desde la aceptación casi fatídica del hecho, esa dualidad está más que presente en este país, al que se le llena paletamente la boca de modernidad, cerrando los ojos y los oídos a las constantes de miseria bien palpables en su derredor.

La diferencia de dignidad y calidad de vida entre la comunidad rural y la población urbana, y la escandalosamente existente entre una jet society bien poco presentable y las bolsas de pobreza casi buñuelianas, es perceptible a la mínima sensibilidad ética, política y humana que se tenga para ello. La injusticia y la desigualdad son monedas de amplísimo curso.

Y también aparece con claridad esa otra ancestral y aristocrática diferencia entre los que privilegiadamente participan, hacen, deciden, mandan, instalados en el sistema, frente a una gran mayoría, pasiva y receptora, despreciante de lo que llaman la política, en expresión entonada como la más despectiva de las calificaciones.

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El corporativismo ni ha sido roto, sustituido ni desmontado por la acción de las organizaciones políticas o sindicales, que lamentablemente se han dejado, a su vez, imbuir del mismo espíritu. Hoy y aquí, partidos políticos, sindicatos, colegios profesionales, asociaciones de profesionales, altos y medianos cuerpos de la Administración, Iglesia, policía, Prensa, banca, patronales, se dedican privativa y primordialmente a la defensa de sus colegiales intereses, comportándose como auténticos lobbies, y tienen realmente más influencia en la marcha y decisiones de las instituciones que las propias organizaciones políticas que precisamente las componen, las sustentan y a través de las cuales debía expresarse el pluralismo político, no la competitividad profesional, los intereses generales por encima de la particularización de los intereses gremiales, colegiales, de oficio, cuerpo, casta o escalafón.

Es lógico por ello que también esté bien viva en nuestra sociedad la diferencia entre una España real y otra España oficial, y que por ello las propias instituciones también pongan de manifiesto sus intereses privativos, de solidaridad de clase política en la que se aglutinan diputados, senadores, concejales, consejeros, parlamentarios -y cargos varios con una inocultable fraternidad corporacional.

La mayoría de las veces se comportan sus miembros don criterios que no son la expresión acorde con la voluntad popular que apoya sus tesis, sino la del elitista voluntarismo personal de los secretarios y liderazgos generales, que deciden el qué, quién, cómo, dónde y cuándo.

El burocratismo corporativista campa a sus anchas por la sociedad española y por las instituciones del Estado, y limita y encorseta las ya escasas ocasiones de afloramiento de la soberanía popular. El debate confrontación de mezquinos intereses prima siempre sobre el inexcusable debate político e ideológico, y así, la práctica política se ve a través de la miope óptica de lo que uno u otros sacan o pierden egoístamente con respecto a lo que dan en llamar, en un peculiar lenguaje, las parcelas de poder, cuotas de pantalla, presencia institucional, capitalización, protagonismo, reparto o negociación del paquete, etcétera. Terminología más propia del mercadeo y del trueque.

Es, por tanto, objetivo prioritario la autentificación de la democracia, su descorporativización en la sociedad, en el campo de lo cívico, antes de lanzar al viento el eslogan de la profundización o del ensanchamiento de unos seudomodos democráticos, puesto que los realmente contemplados como tales se han quedado en el papel de la Constitución, y en posteriores leyes, llamadas de desarrollo, se ha procurado estrecharlos y reducirlos aún más.

Autentificar

Y si es ineludible autentificar la democracia -esos principios tan sencillos de cada hombre un voto, de la igualdad jurídica y política, de la soberanía popular directa como única fuente de legitimidad, de la participación real, del control real del poder, de la transparencia, del derecho general a la formación e información, de la verdadera desprivatización del poder político-, ¿qué se puede decir del elemental principio de la igualdad en la justicia o de la justicia para la libertad y la igualdad? ¿Qué queda de los derechos sociales y económicos, hasta hoy tan postergados, del capítulo III del título I?

Es hiriente que en esta sociedad sean cada día más ricos los siempre minoritarios afortunados y sean más pobres, en cantidad y calidad, los- que constituyen lógicamente las capas populares más amplias.

Y es absolutamente incontestable que el Estado no funciona, en cuanto a lo que mínimamente se pueda entender en serio como un Estado, al servicio de los fines comunitarios constitucionales, cosa bien distinta de la mecánica o de la instrumentalización burocrática de la Administración, que puede y debe ser calificada, tanto en su teoría como en su práctica, de auténtico desastre.

Ni como modelo del Estado liberal, que pudiese dejar en libertad a las fuerzas económico-sociales, ni como ejemplo o proyecto del Estado del bienestar, presidido por el principio de la solidaridad, la equidad y la justicia, ni siquiera como apunte vocacional del Estado democrático y social de derecho, merece lo que hoy llamamos Estado tal nombre.

El intervencionismo protector de intereses bien particulares, en la doble versión equilibrada de protección de los unos más represión sobre los otros, beneficia cada día a los más poderosos, de dentro y fuera de nuestras fronteras, y se ceba en la imposición de sacrificios a los más necesitados. El Estado, tal y como hoy se nos presenta, no es soberano interna ni externamente; entre otras cosas, porque sigue imperando todavía el concepto de viejo Estado del anterior régimen, del franquismo, concebido reduccionista y exclusivamente como el Gobierno y sólo el Gobierno central, garantizador de un determinado e ideologizado orden público, de profunda raíz autoritaria, del orden económico capitalista y del cómodo reparto. internacional de los imperialismos.

La realidad pone de manifiesto que es precisamente el poder ejecutivo (Gobierno), que no debía ser más que uno de los tres poderes, en articulado equilibrio con los restantes, el que prácticamente ha reducido al máximo la independencia del poder legislativo, y a través de la disciplina partidista ha convertido su constitucional dependencia del control de las cámaras en la burocrática dependencia de éstas del real control del Gobierno de turno, y para postre mira cada día más recelosamente hacia, la independencia judicial. El Gobierno examina y valora el comportamiento de la sociedad a la luz no de la sustantiva dinámica social, o de la adecuación a una inexistente planificación o a una coherente teoría del Estado, sino de la repercusión que su fluir represente para la confortabilidad o incomodidad del llamado a gobernar y con evidente espíritu de defensa.

No hay ni siquiera un concepto de Estado totalitario, como pretenden los reaccionarios del nacionalcatolicismo, pues, bien al contrario, la filosofía que hoy lo inspira todavía es del corte de un débil Estado corpuscular constituido por agremiación, y por ello emerge como único oriente la peligrosa teoría de que lo importante en realidad es el Gobierno controlador, tanto sobre la sociedad como sobre el aparato del Estado, o el Estado concebido simplemente como un mero aparato del Gobierno, al igual que el aparato partido.

Hablar del estado de la nación es, si se repasan los debates, hablar sólo del Gobierno, ni de la sociedad enferma ni de su Estado, confundido, debilitado y deficiente. A la luz de esta situación, es cada día más inexplicable que precisamente la izquierda, que las fuerzas del progreso se vean desorientadas y confundidas, sin un proyecto político, conservadurizadas y arrastradas enrutinadamente, sin cuestionar esta ficción de Estado-sociedad y la práctica de totalización en el Gobierno, y sean incapaces de ofrecer otro programa que no sea el de que no vengan los otros!, quizá porque los programas son sólo el anhelo de llegar al Gobierno, porque se asume y aprovecha, como concepto político válido, el que el Gobierno es y debe ser prácticamente todo.

Con Franco era inexcusable la existencia de una sociedad corporativista y de un Estado simulado o reducido a burocracia-Administración, siendo el Gobierno de Franco no una pieza de éste, sino el sistema en sí.

Pero cuando una Constitución proclama que "España se constituye en un Estado social y democrático de derecho", afirmarse de hecho, cínicamente, por comodidad del Gobierno, en la permanencia de la misma sociedad corporativista y del mismo no Estado es, dígase como se diga, seguir anclados en el franquismo; eso sí, transmutado en un franquismo con elecciones.

Y porque todos sabemos a quién interesó el franquismo, sabemos a quién interesa que no lleguemos a ese concepto de Estado moderno que en la Constitución hemos querido definir como social, democrático y de derecho, con toda su firmeza, fuerza, legitimidad, autoridad y eficacia, para hacer realidad los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo.

Cobra de nuevo toda su importancia aquella polémica, la de la primavera de 1979, la del famoso 28-28 bis congreso del PSOE, el del numerito ético-circense sobre alternativa de poder felipista o de sociedad socialista, alternativa de Gobierno totalizador o proyecto de un quehacer participativo desde el Estado de derecho para la sociedad democrática.

El último resultado electoral debería servir para replantearla y arrancar con nueva fuerza, sin prisa ni pausa, en la construcción tanto de esa sociedad civil vertebrada como de ese Estado moderno, de realización equilibrada de los valores constitucionales; pero es de temer que no sea eso posible para quienes nunca se lo plantearon y siguen sin querer abandonar las tesis sobre las que se ha ido configurando este mezquino panorama de un Gobierno fuerte, un Estado débil y una sociedad inerme.

La tan alabada transición española, ejemplo de propios y extraños, que incluso debemos exportar a otros pueblos para que tengan también nuestras mismas contradicciones bajo los mismos tintes triunfalistas, ha dejado aún intocadas demasiadas cosas para que con ruido de charanga verbenera algunos digan que la dan ya por concluida. Es bastante más sensato corregir, rectificar y seguir, y no celebrarlo hasta que de verdad lo consigamos.

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