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El asesino orgánico

Las últimas sobras intelectuales del siglo XIX que aún colean y ciertos estertores del siglo XX han tenido su réquiem en el congreso de Valencia, que ha resultado de mayor utilidad que la reconocida por muchos de los asistentes y por casi todos los no invitados, quienes han mostrado su irritación de forma despectiva. El congreso ha reconocido el fin o el inicio de la agonía del intelectual colectivo dando fe formal y públicamente del individuo pensante. Lo que sucedía casi al mismo tiempo que en Lyón se ponía fin a la época del asesino orgánico; cosa que en Argentina se sigue aceptando a través de la ley de obediencia debida. En Europa tanto el intelectual colectivo y orgánico como el asesino orgánico y colectivo parecen definitivamente relegados al armario de nuestros espectros al llegar a la conclusión de que cada cual debe pensar o asesinar por su cuenta y bajo su estricta responsabilidad; porque también se ha pensado y escrito mucho bajo la normativa y la impunidad del filosofar por obediencia debida. Lo que me parece que el congreso de Valencia ha puesto en su sitio con las aportaciones tanto de quienes siempre estuvieron en contra de tal supuesto como de quienes han tenido el valor de, tras haberlo hecho, admitir el error.Pero si acerca de Valencia se ha escrito mucho y se han dicho cosas bastante interesantes, sobre las repercusiones y recuerdos españoles del juicio de Barbie -Barbie en la playa, las pelucas de Barbie, Barbie en traje de noche, Barbie esquiando, Barbie, esta vez Klaus, con su trajecito de las SS-, apenas se ha dicho nada, y sin embargo ha reproducido, en dimensiones gigantes ciertamente, situaciones españolas, algunas presentes en la vida cotidiana no hace tanto tiempo. Uno de los recuerdos fundamentales ha sido, además de la responsabilidad de quien se ampara en la obediencia y el retrato ético e intelectual del asesino orgánico, constatar una vez más que las violaciones de la libertad por los movimientos totalitarios son posibles por el consenso de parte importante de la población; sea en la Alemania nazi, en la España franquista o en el proyecto radical de Euskadi. Consenso que se produce mediante el acuerdo político o debido a un silencio temeroso o de coincidencia final: Alemania sobre todo, España en orden, Euskadi independiente. Benedetti ha escrito en este periódico sobre quien no puede regresar a Argentina porque su orden de detención está aún vigente, mientras que a sus torturadores les ha sido aplicada la ley de obediencia debida y se pasean libres, impunes y aun gloriosos por las calles de las ciudades que ayudaron a aterrorizar. Pero esto ha sido frecuente en la transición española, sin comparar los alcances globales de las persecuciones respectivas, que no admiten reducciones simplificadoras. Pero, y como anécdota casi trivial comparada con otras, en España hubo antiguos presos políticos a los que se negó el pasaporte, ya proclamada la democracia, por sus antecedentes políticos precisamente, exigiéndoseles que solicitaran humildemente una amnistía que debió otorgárseles de oficio. Rechazo que les podían comunicar policías que habían sido sus perseguidores. Con lo que los antidemócratas proclamados tenían poder para exigir a los demócratas convictos y confesos que demostraran que le eran.

Son franjas completas de la ciudadanía las que permiten las atrocidades de cualquier régimen que las practique; y las que denuncian para salvarse de sospechas. Porque Stalin tenía pueblo detrás, pero también, Hitler; y, el estremecedor proyecto radical de Euskadi ha conseguido asiento en Estrasburgo. Y no sólo sectores políticamente incondicionales, sino también a quienes tienen miedo o ven en esos sistemas algún aspecto positivo: una cierta paz, un cierto orden, un cierto progreso, una cierta venganza histórica. Eso ha saltado en Francia con el juicio de Barbie y el recordatorio de la colaboración de muchos franceses. Y eso ha sido tan habitual en España que incluso ya no se habla de franquismo sino del régimen anterior. Porque no es lo mismo haber permanecido pasivo frente al franquismo que silencioso durante el régimen anterior. Y quizá sea por eso por lo que a un socialista, o muy próximo pero que ocupa un cargo en el tejido del poder socialista, al tomar posesión le pidieron, se asegura, que no citara en su biografia el haber estado en la cárcel bajo el franquismo. Todo lo cual no significa ensalzar la insoportable especie de algunos antiguos resistentes que han hecho de ello el pensamiento único de sus vidas y se acarician amorosamente las cicatrices físicas o históricas, sino que se refiere únicamente al hecho curioso de que haber sido antifranquista se está empezando a convertir en alge de mal gusto. Quizá porque la mayoría de las elites políticas y sociales actuales no estuvieron muy claramente contra el franquismo sino que, en todo caso, disintieron del régimen anterior; aunque haya que reconocer la fundamental aportación a la dernocracia de algunos de sus miembros.

Por eso, en su caso extremo, los asesinos orgánicos han podido ser aceptados incluso por capas extensas de la sociedad. De la misma manera que otros, al aceptar, incluso como intelectuales orgánicos en algún caso, la necesidad en nombre del progreso y la libertad final de un pensamiento ligado al poder o a un partido que se propo.nía alcanzarlo, ignorábamos a los asesinos orgánicos de nuestro propio bando en caso de que los hubiera. Pero en Valencia más de un antiguo intelectual orgánico ha reconocido su error y su voluntad hace tiempo decidida de pensar por sí mismo. Y en Lyón, el pueblo francés ha vuelto a recordar que para que exista el asesino or: ánico tiene que existir un colectivo silencioso o cómplice. Cosa que ya sabíamos nosotros, pero que a veces aún callamos.

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