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Un sueño perdido

La primera imagen de Pola Negri debió ser la de Mazurca, metidos ya aquí en aquella guerra, poniendo en la sordidez de la aventura real el sueño vienés. Ya no era una niña, en 1936 debía tener 42 años, si es verdad que nació en 1894 (borró las huellas de su edad cuidadosamente), y, sin embargo, en la primera parte de aquella película era una adolescente delicada, sensual, con la frivolidad de 1912 en Varsovia, cuando todavía su primera gran guerra no había caído sobre ellos; en la segunda -1932: los característicos 20 años después- ya era una dama arrasada en Viena, entre serpentinas y confetis, en la ópera, en el cabaré enloquecido por los taponazos del champaña, bailando la incansable mazurca y paseando un rostro dolorido y amargo: el rostro del destino.Todavía dominaba el folletín y el melodrama, Hollywood compraba el encanto europeo, la verdad es que Europa se prestaba más en los vestidos rotos y en los ángeles caídos que Estados Unidos, donde la moral era de triunfo y todo estaba demasiado nuevo, inútil para la nostalgia. Se había comprado a Pola Negri y Willi Forst, que Hevaban consigo la dulzura vienesa, y la amarga lágrima.

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Todo el cine mudo había trabajado bien ese género y, a falta de la palabra, iluminaba bien, y producía unos seres femeninos que iban a equivocar para siempre la conducta de los niños o adolescentes que se creían que ellas -Pola Negri, Ila Nacivoma y Lillian Harvey; la pequeña y maravillosa Janet Gaynor, la pelirroja Clara Bow: en fin, las mujeres- iban a ser siempre esos seres que esperaban redención, ayuda y galantes salvadores, emergidas del pozo de la ruina, la orfandad y la desesperación. Ésa era la materia del sueño, que se proyectaba en esa especie de sala de alcoba que era la sala del cine. Las tinieblas del cine eran también las tinieblas del sueño, o del ensueño. Qué desastre.

Pola Negri no llegó a Hollywood hasta el año 1922, después de unos años vieneses -ella era polaca, pero el imperio austrohúngaro era entonces un polo de atracción-, después de la larga mudez del cine donde el rostro era el que lo expresaba del todo. Otros caerían cuando llegó la voz: pero Pola Negri supo conservar el gesto emotivo, la mirada del patetismo humano junto con la voz. Y un recuerdo de Europa. Pero sólo duró mientras el recuerdo y la nostalgiase agarraban a los ojos de los emigrantes. El director Willi Forst sabía crear en un estudio desolado el ambiente de la gran época: se decía entonces que los vieneses "hacían hablar a los decorados: sus cuadras huelen a excrementos de caballo y sus boudoirs al amor" (Georges Champeux, citado por Sebastián Gasch). Y los caballos no eran más que un fondo para el amor, que lo dominaba todo.

Otras heroínas

Pola Negri se nos puede confundir, ahora en el recuerdo, con las otras heroínas del cine mudo, con las Theda Bara o las hermanas Talmadge o las hermanas Gish, porque en el fondo todas eran hermanas: las mujercitas rubitas y un poco despeinadas -para que los haces de luz pasaran entre los cabellos y pusieran el limbo que había que adorar- y con los tiernos ojos claros de la pequeñita y dulce ingenua. Sufrían. Poco después, cuando Hollywood empezó a dirigir los restos de Europa y a dirigir la imagen, la misma Pola Negri empezó el turno de las vampiresas, las que arrastraban al hombre bueno al torbellino del amor impuro o imposible, en que ellas mismas se quedaban con los labios secos y la sed sin calmar. Vendrían para Pola Negri una Carmen y una Madame Dubarry donde Europa y la época ya no eran cartón piedra y el amor no tenía sutilezas. Ya no hablaban los decorados y el folletín se disparataba: no alcanzaba a los sentidos.

Poco después, Pola Negri empezó a desaparecer, el ensueño había entrado en decadencia y la mujer americana de paso largo y la mirada al frente, de millones a la espalda, servía sobre todo para la comedia. Y lo que ha muerto ahora es una superviviente, una desaparecida. Hasta su propio recuerdo queda confundido entre otros rostros. Pero la televisión haría bien, y tendría muchos nostálgicos agradecidos, si pudiera ahora proyectar Mascarada. Aunque quizá sólo sea mejor recordarla, dejarla vivir en el flou de la memoria de los desmemoriados.

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