Un gran poeta del segundo Siglo de Oro
Con la muerte de Gerardo Diego muere uno de los grandes poetas del segundo Siglo de Oro: Juan, Ramón, Machado, Guillén, Lorca, Aleixandre, Salinas, Neruda... Diego se venía sobreviviendo en el friso de los incombustibles: Alberti, Dámaso Alonso. En la época de la hegemonía del Sur, Diego había nacido en Santander (mi cuna, mi palabra). Estrena su primer pantalón largo y el don para su nombre -don Gerardo Diego Cendoya- cuando Santander se ennubla para dejar paso al entierro de Menéndez Pelayo, de quien Gerardo aprende la historia literaria de una comunidad en la que se va a integrar como uno de sus más egregios hombres de letras que componían la época de mayor brillantez de su literatura, manteniendo vivos sus versos a uno y otro lado del Atlántico. Estudios en el que fue antiguo Instituto Cántabro; viajes a Bilbao, donde conoce a Juan Larrea; primeros versos con recuerdos de una novia becqueriana; presencia en el Madrid que desembocará en los años veinte de la vida literaria: tertulias de La Granja y El Henar, proyectos de revistas literarias, como Reflector; domingos en Toledo o fútbol en O'Donnell...Gerardo llega como catedrático de Literatura a la misma fonda de Las Isidras de Soria a la que antes llegó Machado como catedrático de Lengua Francesa. Y Soria se convierte en un libro prodigioso en sus manos de escultor y en su voz de músico, que ya ha compuesto sus Nocturnos a Chopin. Santander, Soria y Gijón se inquietan con las innovaciones y las novedades de un joven poeta que ya ha conocido a Huidobro y que comienza a airear las novedades ultraístas. Desde Gijón lanza Gerardo sus dos audaces revistas Carmen y Lola, las más originales en el rico mapa de las revistas poéticas de la España de la dictadura del general Primo de Rivera. A esas tranquilas provincias las agita un joven inquieto con los nombres de Breton, Aragon, MaK Jacob, Tzara...
El más audaz
Gerardo es entonces el más audaz, curioso y anticipador espíritu poético de toda una generación. Por eso es el alma de la conmemoración centenaria de Góngora, que bautiza al grupo de poetas que se congregan en Sevilla cuando ya en Granada se ha producido la resurrección de los autos sacramentales de Calderón, prohibidos desde los días de Moratín: es la consagración del barroco, y Diego recoge una antología poética en su honor incorporando por vez primera los nombres de sor Juana Inés de la Cruz o Domínguez Camargo. Y su finura literaria, el pálpito orientativo que hereda de Meriéndez Pelayo, su conciencia histórica, le llevan a acertar plenamente cuando recoge su obra antológica de Contemporáneos. La poesía española del siglo tendrá los perfiles de su antología en la editorial Signo.
Gerardo conoce en el jardín del instituto de Burgos a una estudiante francesa -Germaine Marín-, con la que se casa, y la joven francesita pone juicio, prudencia y orden entre los despistes, estancias en la luna y constante profesión lírica del más interesante poeta de un momento de esplendor que alterna largos silencios y estallidos de casi violencia, mientras ensancha su mundo viajero: España y sus islas, Francia -Centaraille-, América, Filipinas, el golfo Pérsico.
Y con el botón del ultra en la solapa de su frac -¡quién lo hubiese vaticinado en 1925! irrumpe en la Real Academia Española para hacer la disección de una estrofa de Lope mientras en la sala de la calle de Felipe IV vibraban en el aire los versos ascensionales de su poética enredados en referencias concretas: Silos, la Giralda, las torres de Compostela, las cumbres del Urbión, el Teide, el paseo en globo en Suez... Ha muerto el más juvenil, impetuoso, sorprendente, vivo, anticipador, audaz, nuevo, académico vanguardista y creacionista, equipado con el fulgor del octósilabo, el endecasílabo y el versolibrismo. Ela muerto el poeta de la Biblioteca Menéndez Pelayo en Santander y de la corrida de Joselito, de los versos a Debussy o Beethoven y de los juegos deportivos, de la rima mojada en la paleta de Ticiano y del constante pestañear en nuestras viejas mesas del café Gijón: generoso siempre y pese a todo, para todos, abierto a unos y otros, y por eso condenado en sus últimos años a una especie de olvido, a una cierta marginación, al exilio interior de su calle de Covarrubias, en el que su vida interior seguiría escalando las constantes cimas poéticas que comenzó a subir desde los días de su tienda de Santander hasta aquel otro en que recibió el Premio Cervantes en Alcalá de Henares.
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