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'Déjà vu'

El estallido del parking de los almacenes Hipercor de Barcelona guarda diferencia con acciones terroristas llevadas a cabo con anterioridad en la España posfranquista: el número de víctimas es más elevado, su objetivo es, sin matices, la población civil, y muy pocos días y menos palabras lo separan del atentado de Tarragona, ciudad salvada por el azar o la providencia de un desastre mayor. No obstante, es imposible evitar una pesada sensación de déjà vu, una reacción de la memoria más profunda, la que no inició su acumulación con Carrero Blanco, sino con Gernika. Pero se impone deslindar en ese archivo, si es que se quiere acceder a alguna razón, entre unos y otros sucesos de violencia.

La explosión que terminó con el almirante Carrero sirvió en su momento, además de para modificar el curso de algunos acontecimientos de las últimas décadas, para establecer un cierto grado de tolerancia general frente a posteriores descalabros realizados por organizaciones terroristas. Es natural que un magnicidio tenga efectos catárticos sobre una sociedad que vive en la opresión. En tales circunstancias, se olvidan demasiadas cosas. Ahora, conviene recordarlas.

Conviene recordar, en primer lugar, que el proyecto político de ETA no era coincidente, ni lo fue después, con los ensueños democráticos que, desde diversas posiciones, sustentaba la gran mayoría de los que entonces, en forma más o menos disimulada, le agradecimos el gesto por sus resultados a corto plazo.

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Conviene recordar, en segundo lugar, que por aquellos días la dictadura entrañaba un peligro más considerable para los ciudadanos de este país que el que podía entrañar cualquier brote terrorista.

Conviene recordar, por último, que el tránsito a la democracia no se tradujo en ninguna variación metodológica para los enemigos violentos del franquismo de ese tiempo, que siguieron disparando sobre el nuevo blanco con renovado entusiasmo.

A pesar de la claridad que los sectores más progresistas del pueblo español tuvieron siempre respecto de las distancias entre uno y otro estado de cosas, no se ha insistido bastante en la cuestión, debido, en buena proporción, a la inicial limitación de las actividades de ETA a la geografía de Euskadi, y a la condición efímera de FRAP y GRAPO. La muerte siguió siendo, durante largo tiempo, eso que les sucedía a otros.

En Cataluña, donde vivo, donde escribo estas líneas, donde acaba de producirse el más grave de los actos de violencia contra el puebllo llano de los muy abundantes que se vienen registrando, vivimos siempre confiados en el seny, el buen sentido de nuestra gente, como si se tratase de una cualidad del clima, necesariamente compartida por todos, y ni el desvarío ni la crueldad fuesen posibles en este territorio.

En Barcelona, quienes tienen edad para ello, recordaron de inmediato, al conocerse la noticia, los, bombardeos de la guerra sobre la población civil. En efecto, las víctimas han sido sorprendidas en sus actividades cotidianas, han muerto mujeres y niños y, por si faltara algún detalle, una embarazada. En efecto, la mentalidad capaz de generar operaciones de esta especie es una mentalidad decididamente fascista. Y esto hay que repetirlo sin desmayo, porque el fascismo no es un proyecto político, sino un estilo en la conducta, una patología moral, con resultados políticos.

Pero, como es obvio, la situación actual es bien diferente de la de hace 50 años. Por una parte, contamos con un Estado democrático en pleno ejercicio de sus facultades jurídicas y organizativas, en un estado de salud civil que hubiese resultado envidiable para quienes, en 1937, debían hacer la guerra desde el maltrecho aparato de la República. Por otra, carecemos de conciencia de guerra, y de los consiguientes reflejos defensivos. Finalmente, la costumbre democrática de aceptar las propuestas políticas y los deseos históricos de los demás como legítimos, por descabellados que nos pudieran parecer, discutiéndolos únicamente en el campo de las ideas, nos lleva a olvidar con peligrosa frecuencia que la legalidad de los fines es también la de los medios, y que, si nuestro discurso es esencialmente lógico, el del terror es esencialmente irracional.

No tendría sentido condenar aquí retóricamente a quienes han colocado la bomba en los almacenes barceloneses. La retórica, de probadas virtudes didácticas, crea el vacío a su alrededor cuando se abusa de ella. Y de lo que se trata, precisamente, es de no permitir que el vacío se extienda. Hasta aquí, se ha venido condenando formalmente cada aparición del terrorismo y la vida nacional. Es hora de hacer un esfuerzo verdadero por pasar de la oratoria a la lucidez, empezar a asumir algunas realidades que nos comprometen a todos, a saber:

- No vivimos una guerra, pero los terroristas sí. Y nosotros, la sociedad civil española en su conjunto, somos el enemigo elegido. En la medida en que no lo entendamos así, seremos, simplemente, sus víctimas pasivas.

- Contamos con un Estado sólido y en condiciones de defenderse y de defender a la ciudadanía. Pero esto sólo podrá seguir siendo cierto si esa ciudadanía se entiende a sí misma como conciencia de ese Estado, legitimándolo con su vida política desde todos los niveles de su organización y desde su expresión espontánea.

Los problemas del País Vasco son los problemas de todos los españoles. Quizá corresponda llamar especialmente sobre este punto la atención de la izquierda, que tiende, por una oscura mala conciencia, a plantear el problema español del pueblo vasco, y a soslayar el problema terrorista del pueblo español como si éste sólo pudiera plantearse en términos de problema vasco. Ello, cuando bastante más de la mitad de los atentados de ETA tienen lugar fuera de Euskadi.

Es de esperar una rápida y, eficaz manifestación popular frente al atentado de Barcelona, una manifestación no menos importante, ni en número ni en intención democrática que la que siguió al 23-F. Pero esto sólo será así si se entiende que el terrorismo está tan radicalmente enfrentado a la convivencia pacífica de los españoles como los asaltantes del Congreso de los Diputados.

La democracia no es un ideal teórico utópico. Es una práctica y, como tal, se realiza tanto en la discusión esclarecedora entre gentes con visiones diversas de la realidad como en la defensa de esa misma discusión frente a prácticas que la cuestionen.

Las consecuencias de un silencio del pueblo español en general, y del pueblo catalán en particular, ante este hecho, serían lamentables. Para el pueblo español en general, porque necesita para su defensa legitimar al Estado que define la Constitución. Para el pueblo catalán en particular, porque sus propios anhelos históricos sólo son víables en el marco de ese Estado.

Horacio Vázquez Rial es escritor, residente en Barcelona y autor de las novelas Oscuras materias de la luz e Historia del Triste.

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