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Tribuna:ANTE EL CONGRESO CELEBRADO EN VALENCIA
Tribuna
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El caso de los intelectuales desvanecidos

El Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas, clausurado el sábado en Valencia, ha servido, entre otras cosas, para reabrir el debate sobre cuál es el lugar del intelectual en la sociedad en la que vive. El autor de este artículo defiende el compromiso del intelectual y se extraña de juicios que consideran que debe cesar en la permanencia crítica y aceptar que los tiempos han cambiado.

Europa / Occidente rebosa hoy de intelectuales en el exilio. Clasificarlos según las dictaduras de las que huyen es un ejercicio de mal gusto. Huyen, o se les expulsa, porque su trabajo rebota contra los dogmas oficiales de sus dictaduras. Se recibe a algunos con honores, ediciones, contratos de conferencias; otros sobreviven con un puestecillo de artesanía en la calle -perseguidos por los municipales, el menor de los castigos-, en el servicio doméstico o por el humilde trabajo de sus compañeras. Cuestión de política y de calidad. Pero también es de mal gusto hablar de calidades, separar a los talentos de los mediocres: hay una igualdad, una identidad humana que les equipara, aunque no en la suerte. Otros han tenido destinos peores. Han muerto en cárceles, asesinados directamente o a largo plazo: están todavía en ellas. Están en manicomios, por la no desdeñable figura política de que quien disiente de una verdad establecida por la fuerza e imposible de cambiar está fuera de las normas de la razón cotidiana. Y hay los que viven en un exilio interior, forzados a engarzar otras palabras que no son las suyas, tratando de filtrar briznas de pensamiento por las mallas de la censura, o reducidos al silencio. Cuando todo esto está sucediendo hoy mismo en más de un centenar de países del mundo se puede sentir alguna extrañeza ante la idea de que el intelectual debe abandonar el compromiso, cesar en la permanencia crítica y aceptar que los -tiempos han cambiado y que sus actitudes están un poco pasadas, como dice ahora Rossana Rossanda (EL PAÍS, 17 de junio). La decisión de negarse a sí mismos y borrar sus años de padecimiento es, quizá, un poco más dura que el exilio y la cárcel. Se les pide demasiado.Dreyfus

La palabra intelectual ha ido tomando, con el tiempo, un cariz de izquierdas. Se rescató del olvido en el diccionario a finales del siglo pasado, con el famoso Manifiesto de los intelectuales que ancabezaba Zola en favor de Dreyfus -judío condenado injustamente por un turbio asunto de espionaje-, postura de izquierdas, frente al antisemitismo, frente a una arrogancia militar que fue asumida.en el mismo momento por la derecha -Charles Maurras, que rechazó su propia condición de intelectual; sin embargo, fue fusilado por ella muchos años después, porque fue un intelectual fascista en la Francia ocupada-; y Emilio Zola fue perseguido, exiliado y probablemente asesinado (murió por los gases desprendidos de una estufa en su alcoba; no hace mucho se descubrió que la chimenea había sido obturada deliberadamente).

El tema Dreyfus no alcanzaba directamente la vida de ninguno dé los comprometidos, a favor o en contra, pero sí a su condición intelectual, en el sentido del diccionario: "Facultad del alma por la cual comparamos, concebimos y juzgamos las cosas; o intuimos o deducimos unas cosas de otras". Cuando esta facultad se convierte en profesión -o sea, en un movimiento hacia la fe-, no hay silencio posible. La palabra intelectual quedó, desde entonces, adscrita a la izquierda y repudiada por la derecha, aunque contenga fenómenos muy anteriores -Sócrates y su cicuta, Séneca y sus venas- y muy posteriores -los pelotones, los exilios, las cárceles, los manicomios de hoy.

Pero sucede que ahora, en un pequeño fragmento del mundo, en lo que Paul Valéry llamaba "un cabo en el inmenso continente asiático" -en Europa / Occidente-, la izquierda revisa su génesis. Encuentra en ella diverso puntos negros, olo que parecen hoy considerables errores, que suele centrar en el nombre de Stalin con la misma simpleza con la que los antiguos conversos desplazaban al diablo, y únicamente a él, sus heterodoxias, sus concupiscencias, sus desviaciones. Es una defensa psicológica, casi patológica.

A partir de 1917, o sea, de la revolución soviética, los intelectuales europeos comenzaron a sentir una fascinación especial por el nuevo fenómeno. Poco tiempo después, otros comenzaron a sentirla por ideales paralelos aunque de signo opuesto, como el fascismo y el nazismo y cualquiera de sus alotropías. Ninguna de esas identificaciones podía ser, en principio, reprobable: se vivió entre dos guerras una decadencia de la idea democrática, y de su práctica, y se asistió a la rehabilitación, mediante las dictaduras eficaces -más acá de las mascaradas militares latinoamericanas- de países sumidos en la miseria.

Pueblo con alpargatas

Se meditó mucho en Europa acerca de esos fenómenos, y se tomaron posiciones. La izquierda, incluso democrática, no discutió demasiado su alineación con el comunismo soviético, sobre todo cuando asistió a la ferocidad antiintelectual del nazismo, mezclada con el antisemitismo; y cuando se vieron las agresiones a algunos pueblos minorizados, o inermes, o víctimas fáciles, la elección ni siquiera presentó dificultades. Como en Abisinia, como en España, donde un pueblo con alpargatas comenzó a resistir a un ejército con botas con el apoyo nazi. Cuando ese pueblo convocó a los intelectuales del mundo, se unieron en la concentración más grande de estos profesionales del juzgar, comparar, intuir, deducir. Muchos lo pagaron después, como es la característica, con sus vidas, sus cárceles y sus exilios. La idea de que fueran comunistas está fuera de toda duda: no lo eran. Algunos sí, incluso soviéticos, y dejaron de serlo ya ante una visión mucho más amplia de las realidades del mundo. También lo pagaron con sus vidas: Stalin los fusiló al llegar a Moscú -como a KoItzov- y otros su pieron agazaparse mejor, llegar a ese estado de larva que a veces presenta el intelectual para espe rar su momento -como Ehremburg, que finalmente pudo publicar El deshielo-. En realidad, se abrió un amplio pensamiento antifáscista que duró por lo menos lo que toda la guerra mundial, cuando Stalin era un demonio con el que se podían aliar los más fervientes conservadores, como Churchill, o un capitalismo tan decidido y vocacional como el de los Estados Unidos, incluso representado por Roosevelt.

Pero en la mitad de este cabo de Asia esta alianza comenzó a revisarse al terminar la guerra. El comunista útil había dejado de serlo, y la URSS aparecía como el nuevo adversario. Cuando se puso ante los intelectuales el verdadero ser de Stalin y la naturaleza del comunismo práctico, cuando pudieron comprobar cuál era la sangre del hombre y del sistema, se echaron atrás. Este descubrimiento, que luego se ha prolongado día a día con el examen de injusticias y de infamias en los países comunistas, iba a ser nefasto para toda una idea de la izquierda. Los que se retiraron rápidamente de la alianza comenzaron a sentir una especie de asco por sí niÍsmos, que rápidamente proyectaron hacia los demás.

Rescate del pasado

Lo dudoso es que un rescate del pasado pueda pagarse con el presente o con el futuro. Decían los escolásticos que lo único que escapa al poder de Dios es modificar el pasado. Arrojar el pasado de la guerra civil española y de algunos de sus acontecimientos, como el Congreso de Escritores de Valencia y Madrid en 1937, al infierno de los errores de Stalin, carece de sentido real. Lo que Stalin manipuló en él y después de él es infinitamente menor en comparación con lo que se obtuvo para la causa de la República, que muchos seguimos considerando justa, y para una alineación posterior democrática frente al fenómeno hitieriano.

La disolución paulatina de la causa de la izquierda comienza injustamente a partir de la desestalinizacion y del descubrimiento de que el régimen comunista no es deseable. Es una desgracia que este hallazgo por parte de muchos intelectuales no haya servido para aislar el caso en sí sin abandonar otros tramos de ideología y ampararse en el antisovietismo. Es una desgracia que esta izquierda no pueda ya, alienada por su pasado, reconocerse en otras causas mundiales: no pueda detestar el comunismo chino por razones estratégicas, o entender la tragedia de los países árabes porque lo envuelven en el caso del terrorismo común, o comprender la tensión de Nicaragua. Arropada por los restos de bienestar que quedan en Europa/ Occidente, ni siquiera acepta la realidad de los fenómenos de transformación de la misma sociedad soviética. Si Rusia dejase de ser comunista, no tendrían ya forma de definirse contra. el Mal.

En este saldo de la izquierda entra también el saldo del concepto de intelectual, aceptando la premisa de que la palabra ha ido siempre unida a la izquierda y en otros tiempos aceptó el comunismo como fuente de fuerza. En este trozo del mundo, el intelectual está hoy canalizado. Los Estados han encarecido la difusión de su trabajo: le han enrolado en premios, recompensas, congresos; le han encuadrado en ministerios de Cultura, Información, Educación, Ciencia; difícilmente sus medios de expresión -teatro, televisión, vídeo, satélites, cine, libro, y la investigación- pueden resistir sin ayudas del Estado o de fuerzas paraestatales. Parece hoy inevitable que la difusión del pensamiento esté sujeta a esas condiciones de mercado, y una parte del intelectual le lleva, mesmerizado, a ellas. No intenta la rebeldía: se refugia en la posición del silencio en muchos casos, tan española -"no más servir a señor/ que se me pueda niorir", como el duque de Gandía-, o se acomoda en la celda acolchada de raso que le brindan los funcionarios. Y termina aceptando que los intelectuales no sirven para nada. Como si no estuviera rodeado de intelectuales de otros países que viven en el exilio o mueren en sus cárceles por no haber renunciado a su propia conciencia o a la de su colectividad humillada y asesinada.

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