De la revolución a la resistencia
Michel Foucault fue uno de los primeros en anunciar el fin de los maestros del pensamiento y la transformación del papel de los intelectuales europeos. Su forma de pensar sobre este punto era simple y luminosa. Decía que nuestra civilización, principalmente mediterránea, había estado poseída por la nostalgia de resucitar el sabio griego, el profeta judío y el legislador romano.Esta conjunción de sabidurías, de visiones y de conocimientos que el Siglo de la Ilustración creyó poder encarnar en Francia y en Europa, esa tradición que, invocando a Erasmo, Cervantes, Montaigne, Goethe y Voltaire, se encarnó en un determinado momento en Gide, Malraux, Sarte y Camus, ha desaparecido, se ha extinguido con la irrupción de una profunda duda sobre la capacidad del hombre de este fin del siglo XX para pensar lo universal.
Todo el debate se centra en esto, porque sin lo universal no hay intelectuales y no hay un papel para ellos en la urbe. Cuando recientemente tuve la ocasión de recordar esta evidencia en el curso de una comida con Milan Kundera y Czeslaw Milosz, el gran poeta polaco me hizo observar que apenas estábamos saliendo de una época de tinieblas en la que los intelectuales creían alcanzar lo universal mediante la sumisión a una interpretación del sentido de la historia. Czeslaw Milosz tenía suficientes motivos para justificar esta observación. Su ensayo sobre el pensamiento cautivo, al que durante años han hecho ascos los intelectuales franceses, no sólo tiene el mérito de haber precedido a todos los otros en la denuncia de la religión de la historia, sino también el de seguir siendo todavía hoy ejemplar como tratado sobre las relaciones de los hombres de la cultura con los hombres del poder. Es cierto, en cualquier caso, que en la filosofía del materialismo dialéctico los intelectuales, los artistas y los creadores tienen una función muy precisa: son los sacerdotes que elaboran y legislan la revelación. De ahí los increíbles privilegios de que disfrutan en los países marxistas.
Albert Camus expresó este fenómeno de manera lapidaria al decir que entre lo universal y la historia existía un duelo moral y que los intelectuales no podían estar nunca del lado de la historia. Al mismo tiempo, Camus anunciaba una era: después de haber caído en la ilusión en todas las revoluciones, los intelectuales debían según él, movilizarse en todas las resistencias. Pero, ¿cómo hacerlo si, después de haber renunciado a la historia, nos vemos afectados por el vértigo ante lo universal? ¿Si, por ejemplo, como lo hacen los etnólogos y los pensadores d¿ la modernidad, se enfrentan los conceptos de libertad y de igualdad? ¿Si la defensa del derecho a la diferencia nos conduce al fin de las jerarquías? ¿Si se estima que lo que es verdad en Madrid lo es un poco menos en París, mucho menos en Tokio y nada en absoluto en Yeddah o en Kinshasa? Existe un conflicto entre la visión etnológica del orden del mundo para defender las diferentes culturas y la visión jurídica para imponer los derechojs del hombre, de la mujer y del ciudadano.
La Europa colonial
Los jóvenes filósofos parisienses, que no han conocido la intensidad y el patetismo de las revueltas y de las guerras coloniales, se ven llevados a subestimar los crímenes perpetrados en nombre de la civilización de la libertad. Como dice un intelectual egipcio, Mahmoud Hussein: "La Europa colonial no es la de la Ilustración. Es la de los nacionalismos, la de los ejércitos de ocupación y la de los negocios. No fue una asamblea de enciclopedistas la que procedió a la desmembración de África, fue el congreso de Berlín. No fue Kant el que vino a administrar el vencido Egipto, fue lord Cromer ( ... )".
En Londres o en París, el colonizador levanta muy alta la bandera de la civilización universal. En Jartum y en Calcuta, la baña en barro y sangre".
Dicho de-otra manera, la historia existe ' no es posible librarse de ella, está hecha también del mal uso de la libertad de todos; incluso puede tener sus propias leyes, pero corresponde a lo universal orientar su curso, y el intelectual no tiene que creer en el sentido de la historia, sino en darle a ésta uno. La independencia de los Estados colonizados, a pesarde las bárbaras derivas de los integrismos, no es el fin de lo universal, es un lugar de paso obligado, es una condición indispensable para su reaparición. Esto significa, y nuestros jóvenes filósofos tienen tendencia a ignorarlo (1), que para defender lo universal conviene preocuparse en primer lugar de lo que en su nombre se hace en todas partes. Aunque el marxismo-leninismo haya sido un opio del pueblo tan peligroso como las religiones, la crítica marxista del expansionismo occidental sigue siendo irrecusable.
Existe uan "violación de lo universaf'que todo pensamiento universalista está obligado a combatir. No existe un pueblo elegido para defender e imponer los derechos del hombre. No hay una religión de los derechos del hombre que instaurar (2), y cuyos sacerdotes fueran, por ejemplo, los intelectuales europeos hablando en nombre de Europa. La conversión a los valores europeos de los antiguos marxistas tercermundistas y mundialistas es un exaltante fenómeno de progreso. Pero perdería todo su sentido si, en lugar de ser una disposición de ayuda, ese fenómeno asumiera una dimensión imperial. En este sentido puede decirse que, huyendo de la violación de lo universal y del enfeudamiento de la historia, el intelectual debe elegir favorecer la difusión de los valores de Europa. Una difusión por contagio, exclusivamente.
1. Alain Finkielkraut, Bernard Henry Lévy, etcétera.
2.Ver mi artículo en Le Débat (enero, 1987) Les droits de l'homme peuvent-ils étre la réligion des incroyants?
Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur.
Traductora: Carmen Ruiz de Elvira.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.