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Tribuna:GUERREROS ALQUILADOS
Tribuna
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La catarsis del 'Irangate'

Jorge G. Castañeda

La guerra que libra la contra nicaragüense por cuenta de EE UU revela una gran tragedia actual del imperio norteamericano: su ejército no puede pelear porque su pueblo no quiere morir. Tras los desastrosos efectos de Vietnam, Washington se ha visto obligado a alquilar gente que libre sus guerras, ya sea en Nicaragua o Irán, como están demostrando las audiencias del Congreso, dice el autor.

Han surgido ya infinidad de infidencias y complicidades de las audiencias celebradas por el Congreso norteamericano sobre el asunto Irán-contra. Sin menoscabo de la relevancia de los mismos ni de los efectos políticos que las revelaciones puedan surtir, lo que realmente ha sido enjuiciado y puesto en tela de juicio es la voluntad de Estados Unidos de seguir actuando como la superpotencia o el imperio que había querido ser hasta ahora. Las audiencias han coincidido con una serie de cuestionamientos hechos en EE UU a su propio pasado reciente -mediante películas sobre Vietnam, como Platoon, Jardines de piedra, de Francis Coppola, o la más reciente de Stanley Kubrick- y a su futuro cercano. La catarsis que representaron las escenas televisadas del duelo, llanto y derrumbe emocional, frente al presidente Ronald Reagan, de las viudas, los padres y los hijos de los 37 marinos norteamericanos calcinados hace dos semanas en el golfo Pérsico planteó al país entero el problema del coste real de sus intereses en el mundo.Lo que mostraron las tomas indiscretas y aterradoras de la televisión estadounidense es que el pueblo de EE UU -más aún, los familiares de oficiales de la Armada o de marineros altamente calificados, no simplemente tropa rasa- no quiere morir ni acepta que mueran sus hijos. Por supuesto, hay quienes aducen que los norteamericanos se oponen a la muerte de sus militares por intereses nacionales confusamente definidos o mañosamente presentados.

Y, en efecto, existen encuestas de opinión que muestran que aunque la mayoría de los ciudadanos de ese país se niega a morir en Managua, en Líbano o en el estrecho de Ormuz, estarían dispuestos a hacerlo si percibieran una amenaza real a intereses nacionales de su patria en Europa occidental, Israel o Japón.

Razones del heroísmo

Pero lo que las películas introspectivas y demoledoras del ánimo nacional muestran no es un pueblo que racionalmente suma y resta intereses y valores nacionales para concluir que sí conviene perecer en París pero no en El Salvador. Es de dudarse que cualquier pueblo razone de esa manera; más bien, quien así lo hiciera no arriesgaría nunca nada, porque racionalmente no hay sacrificio o heroísmo que valga.

La sensación que emana de la películas y del público -joven en su mayoría- que las ve, y de los cientos de muchachos que el pasado 25 de mayo desfilaron frente al bello y terrible monumento a los 58.000 norteamericanos caídos en Vietnam, es que no saben ni quieren saber si la defensa de su país vale su vida.

En su infinita ignorancia -pero también en su gran sensibilidad e íntima comunión con el pueblo que lo eligió-, Ronald Reagan captó este fenómeno mejor que nadie. Entendió que el llamado patriotismo, la exaltación de los tradicionales valores norteamericanos, jamás reanimaría la voluntad marcial de los estadounidenses, pero en cambio sí les permitiría asumir con serenidad el pavor que les causa la muerte de los suyos. Reagan, en su maravillosa intuición, comprendió que el resultado de la mezcla explosiva del individualismo americano y la muerte presente en la televisión cotidiana es la muerte individualizada, por definición intolerable. Aunque su mandato presidencial se haya visto ensombrecido por más muertes americanas en combate que el de cualquiera de sus antecesores desde Richard Nixon entre 1968 y 1972, Reagan supo limitar los daños y cortar por lo sano antes de que acontecieran más tragedias. En Granada, en Líbano, en Centroamérica, Reagan ha comprendido que su ejército no puede pelear porque su pueblo no quiere morir.

Acertijo imidescifrable

Todos los subterfugios y el sinnúmero de conspiraciones para violar las leyes de Estados Unidos puestos en evidencia por las audiencias del (Congreso han tenido justamente por propósito el resolver un acertijo indescifrable. ¿Cómo seguir siendo una superpotencia si la fuerza militar convencional ya no es un recurso disponible, y todo el mundo lo sabe? Lo que se ha llamado la privatización de la política exterior de Estados Unidos -en Centroamérica o en Irán, da lo mismo- es en realidad una operación de financiamiento secreto de un contrato de arrendamiento. Es tados Unidos se ha visto obligado a alquilar gente que libre sus guerras, sucias y pequeñas, y que sufra sus bajas. Pero, como sabe todo inquilino, el problema de arrendar es que hay que pagar.

Como el pueblo y el Congreso norteamericano jamás estarán dispuestos a asumir las consecuencias de sus actitudes pacifistas -y aceptar con cinismo la subcontratación de los menesteres del imperio-, es preciso hacerlo en secreto. Pero ya es casi imposible realizar acciones gubernamentales sigilosas en EE UU: eso han mostrado las audiencias del Congreso.

La verdad es que nadie puede ni debe quejarse del ocaso del patriotismo militar norteamericano, ni de la presente parálisis política del imperio moderno que fue ese país desde la segunda guerra hasta la de Vietnam. Sin embargo, sería iluso pretender que la creciente imposibilidad de cumplir compromisos y asumir responsabilidades no tendrá efectos reales en las diversas correlaciones de fuerza regionales y globales que imperan hoy en el mundo. Quizá exista otra manera de ser superpotencia: tal vez EE UU aprenda a influir e imponer sin el uso de la fuerza, y con la sola amenaza cada vez menos creíble del aniquilamiento nuclear. Por ahora, los americanos apenas comienzan a aprender que hay pocas cosas que justifican la muerte, y que cuando se tiene tanto que perder como tienen ellos, no se suele querer perderlo.

es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México y miembro investigador de la Fundación Carnegie de Washinaton.

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