Japón y Francia ofrecen parábolas políticas de signo contrario
El japonés Shoéi Imamura, que en 1983 ganó aquí la codiciada Palma de Oro con su Balada de Narayama, rompió el sabor dulzón que caracteriza a esta fastuosa edición de Cannes 87 con un amargo filme titulado Zegen, que está a punto de ser importante, pero que a mitad de metraje se le va de las manos. Por el contrario, el francés Gérard Blain presentó Pierre y Djemila, película estúpida e insignificante, que disfraza de color de rosa a uno de los puntos negros de la vida francesa.
Zegen es fiel al gusto de los cineastas japoneses por atrocidad. Cuenta la vida de un hombre que existió realmente, Iheiji Muraoka, un chulo de prostíbulo que entre 1900 y 1912, en medio de la explosión del nacionalismo del emperador Meiji, tuvo la idea de iniciar el expansionismo de su país llenando de burdeles japoneses toda la costa oriental asiática desde Manchuria a Kuala Lumpur.Muraoka consideraba a su ejército de prostitutas -ham brientas campesinas adolescentes que compraba a sus míseras familias y que exportaba hacinadas en bodegas de barcos mercantes- como la primera avanzadilla del impulso de conquista japonés desencadenado por Meiji y como preludio espiritual de la anexión material de Manchuria, Corea, China e Indonesia por el Imperio del Sol Naciente. El escritor Jo Kawai publicó en 1961 un libro sobre la inaudita empresa de este proxeneta visionario y este libro es el soporte de la película de Imamura.
El filme no deja títere con cabeza. Su violencia corrosiva no tiene límites. Es una obra dé aire casi documental, pero lo que ocurre allí tiene tal capacidad de distorsión que lo que es real parece irreal, y el Japón, su emperador, su cultura y su sociedad generadora de fascismo y de guerra quedan reducidos a las cenizas irrisorias de una pesadilla emergida del océano Pacífico. Dice Imamura: "el Japón actual se parece mucho al de la era Meiji. Muraoka exportaba putas y ahora exportamos aparatos electrónicos, pero lo hacemos con la misma mentalidad".
Lirismo hipócrita
La extrema virulencia política de Zegen, sin embargo, se le va de las manos a Imamura y, a media película; ésta se estanca, se hace repetitiva y a medida que genera fatiga pierde vigor, hasta que finalmente naufraga en su propia negrura. Y una película que comenzaba de manera luminosa acaba en su recta final por hacerse opaca y aburrida.
A la ferocidad iconoclasta de Imamura sucedió en la pantalla oficial de Cannes 87 la domesticidad reaccionaria del francés Gerard Blain, que, con su Pierre y Djamila, pretende fraudulentamente contar, a través de la siempre resultona leyenda de Romeo y Julieta, lo que ocurre entre nativos franceses y emigrantes argelinos en una barriada urbana de la Francia actual.
Es una película de un lirismo completamente hipócrita, pues está destinado a encubrir la realidad que finge contar. Su selección para la sección competitiva de Cannes 87 resulta difícilmente explicable, si se tiene en cuenta que en las secciones paralelas se están proyectando interesantes películas fuera de competición, que muy bien podían haber ocupado el lugar de este mediocre filme.
En su conferencia de prensa, Blain, ostensiblemente nervioso, no supo defenderse de la dureza de algunas preguntas más que con llamadas incongruentes a las intenciones poéticas y moralistas de su película. Pero ésta no sobrepasa el estado intencional tanto en poesía como en moral.
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