La vieja doblez de la vida italiana
Marco Pannella es el único hombre político que demuestra constantemente poseer el sentido del derecho, de la ley, de la justicia. Podrá haber otros, pero sin rostro y sin voz, hundidos y sumergidos en partidos cuya sensibilidad ante los problemas del derecho se manifiesta sólo cuando una orden de detención alcanza a hombres de su aparato. Por lo demás, se quedan en silencio. Más aún, ciertos árbitros de la Administración de justicia cuando tocan a los miembros de otros partidos se lo adjudican a la actuación activa y puntual de los jueces.Todo esto forma parte de la vieja y fundamental doblez de la vida italiana: es bueno y justo lo que nosotros hacemos y lo que nos acarrea una ventaja, pero es injusta y digna de castigo la misma e idéntica acción llevada a cabo por los demás. Doblez que puede remontarse al catolicismo de la Contrarreforma y que tiranías, fascismos y antifascismos (y no sólo el fascismo y antifascismo cronológicamente determinables) han ido alimentando y perfeccionando.
Pannella y las no muchas personas que piensan y sienten como él (y a las que me honro de pertenecer) se encuentran, pues, frente a una tarea grave y difícil: recordar a los sin memoria la existencia del derecho y reivindicar tal existencia frente a los juegos de poder, que precisamente conduce la política italiana en el vacío del derecho y en su atropello.
Se hace lo que se puede, y para llamar la atención de los italianos acerca de un problema tan grave y duro, Pannella se ve a veces constreñido (él, que cuando se le conoce es un hombre de gran elegancia intelectual) a bobadas que parecen a veces funambulescas o groseras. Pero ¿cómo hacer para vencer lo que podría considerarse como una congénita insensibilidad de los italianos frente al derecho sino a través de la provocación, el insulto, el espectáculo? Suele decirse -imagen retórica entre tantas que nos afligen- que Italia es "la cuna del derecho", cuando en realidad es su ataúd. Si un ciudadano entra vivo en una jefatura de policía y sale muerto por las torturas sufridas -como ha acaecido en Palermo no hace muchos meses- es un hecho preocupante que entre los hombres políticos sólo Pannella haya sentido el deber de participar en su funeral y de denunciar la desmedida y horrenda vergüenza infligida al Estado. Y no sólo esto: por haber participado en dicho funeral y haber dicho lo que dijo, Pannella fue reprendido, acusado, considerado un subversivo. ¿Cómo es posible que no se comprenda que entrar vivo (sólo sospechoso de un delito, no regularmente imputado) en una jefatura de policía y salir muerto es un hecho inmensamente más grave que la existencia misma de la Mafia, y que el delinquir por parte de aquellos a quienes los ciudadanos y el Estado confían la responsabilidad de combatir el delinquir no es un incidente técnico sino más bien una catástrofe que despoja al Estado de dignidad y de credibílidad?
Dos lugares comunes, dos idées reçues del tipo de las que Flaubert recoge en su diccionario, están en la base de la casi total indiferencia de los italianos ante el problema de la justicia. La primera está condensada en el refrán "No hay humo sin asado"; es decir, que si uno es acusado de algún delito, el delito debe existir de algún modo, aunque las pruebas no sean evidentes. La segunda se expresa en esta constatación: "Lo cierto es que a mí no me pasa", que quiere decir: "A nadie que sea inocente como yo, honrado como yo, ciudadano perfecto como yo lo soy, puede pasarle la desventura de ser detenido". Que pueda haber humo sin que haya carne en el fuego es una verdad cotidiana y trivial, pero se rechaza enseguida frente a una orden de detención. Y que tal orden de detención pueda recaer sobre nosotros, inocentes, honrados, buenos ciudadanos, es un hecho inconcebible, hasta que nos pasa precisamente a nosotros, o a nuestro prójimo más cercano, y quizá ni siquiera en dichos casos somos capaces de pensar en la iniquidad de las leyes o del juez y acabamos proclamándonos víctimas de las circunstancias, del accidente, del destino.
Cuando la opinión pública se muestra dividida acerca de algún caso judicial espectacular -dividida en inocentistas y culpabilistas-, en realidad la división no se realiza sobre el conocimiento de los elementos procesales a cargo del imputado o a su favor, sino más bien según simpatías o antipatías. Como se apuesta sobre un partido de fútbol o sobre una carrera de caballos. El caso Tortora (popular presentador de la televisión italiana acusado de pertenecer a la Camorra) es a este respecto ejemplar: quienes detestaban los programas televisivos dirigidos por él querían que fuese condenado; por el contrario, los que se habían aficionado a ellos querían su absolución.
Si esto acaece en los casos que interesan a cada uno de los individuos frente a la justicia penal, puede uno imaginarse lo incomprensibles que se presentan los problemas de derecho institucional, de derecho constitucional. Una crisis de Gobierno como la que ha atravesado Italia los días pasados, distinta de las anteriores precisamente porque es institucional -es decir, porque es constitucional-, en la visión de los italianos es absolutamente indescifrable. Ya en su nacimiento fue de una increíble abstracción frente a la realidad del país, a las estrategias y prácticas de la política, a los intereses de los cinco partidos que componían la mayoría del Gobierno. Una abstracción que se complica y se amplía en su desarrollo hasta el encargo a Amintore Fanfani de formar Gobierno; el cual, al parecer, aunque el Parlamento le hubiese concedido la confianza, tenía de su partido (la Democracia Cristiana) la orden de dimitir y de anticipar las elecciones.
¿Por qué esta crisis?, se preguntan los italianos. El Gobierno de Craxi era, por el momento, lo mejor que se podía tener. Aun admitiendo que la prosperidad económica alcanzada por Italia en estos años se hubiese debido a circunstancias y factores ajenos a la voluntad del Gobierno, lo cierto es que dicha prosperidad ha existido. El Estado había empezado a demostrar, si no su eficiencia, por lo menos la voluntad de combatir los enormes fenómenos de la criminalidad asociada. No se puede, por ejemplo, olvidar que fue el ministro Rino Formica, socialista, ministro de Finanzas, el primer hombre del Gobierno que puso en movimiento a la policía fiscal para indagar sobre los patrimonios y negocios de camorristas y mafiosos.
La política exterior de Italia logró, gracias a ciertas pruebas de independencia, un prestigio que tanto gusta a los italianos. Las protestas sindicales se hicieron menos virulentas. Italia, a fin de cuentas, había empezado a revelarse gobernable y gobernada. Y justo en dicho momento los democristianos deciden que Craxi debe ceder su puesto, que ha llegado el momento de que la presidencia del Gobierno vuelva a ellos. Más aún: una vez que Craxi acepta su imposición deciden que la alianza de gobierno de los cinco partidos, el llamado pentapartido, ya no se sostiene; que es necesario anticipar las elecciones (cuyo resultado no se apartará mucho de las anteriores) y pensar en nuevas combinaciones de gobierno, de las cuales los socialistas puedan, si no ser excluidos, por lo menos no tener el papel de aguafiestas en el diálogo entre Democracia Cristiana y partido comunista en su ya ancestral relación especular. Relación no del todo explicable en términos políticos, pero sí comprensible en térnúnos de afinidad -por así decir- mística, en la herencia de intolerancia que cada uno de sus partidos arrastra históricamente. Y se entiende así, por parte de ambos partidos, la oposición a los referendos en general y en particular al de la responsabilidad de los jueces.
La crisis, pues, es menos abstracta de lo que puede parecer a la mayoría de los italianos. Y más peligrosa.
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