La cocina de Los Ángeles
Era inevitable. Los cuernecillos desplegables de la cabeza de los Goya de nuestra Academia proyectaron su sombra sobre la noche de los oscars. Enrique Herreros, uno de los tres locutores apostados, envió un puyazo a Fernán-Gómez por haberse ido a la cama la noche de sus premios mientras que Woody Allen, galardonado y ausente, al menos seguía la concesión por la tele sin dejar de tocar el clarinete en su club neoyorquino. Y en algunos círculos había corrido la teoría de que la ceremonia madrileña no fue más que un ensayo que la Academia brindaba a TVE.El caso es que viendo el suntuoso acto americano se entendían un poquito mejor las deficiencias de los imitadores. El cine es un arte vulgar; basado en el gran número, en los grandes tamaños, en las voces chillonas y, por ello, también en los fuertes colores del dinero, no es casual que haya sido América la que históricamente lo guiara, reformara y difundiera. Y una gala así, en la que sin rubor se cuentan chistes y se echan flores, representa el apogeo de la vulgaridad.
El sentido del ridículo de los europeos nos hace desconfiar del chascarrillo preparado, de la fanfarria musical, de la lagrimita de emoción por llevarse un pedrusco de bronce. ¿En qué fiesta sería de recibo, por ejemplo, un cantable como el del principio, compuesto de la repetición de las películas nominadas? Y en Los Angeles ese número, como los siguientes, resultaba magnífico, siempre con ese punto mágico que bordea el mal gusto sin caer del todo en él. El punto, claro, que ha hecho grandes -e irrepetibles- el musical y la comedia cómica norteamericana.
Este gran espectáculo lleno de ruido y furia no nos fue contado por un idiota. Aunque el sonido falló a veces y se produjeron ciertas desconexiones, el conjunto resultó ágil y siempre interesante de ver. Los tres cronistas españoles parecían haberse repartido los papeles. Garci, reconciliado con Prado del Rey, representaba bien el entusiasmo a granel; un entusiasmo, diríamos, industrial. Herreros, la nota patriótica; José Ruiz, en su dificilísimo trabajo de traducción simultánea, el glamour del cinéfilo.
Afortunadamente, TVE varió sobre la marcha sus planes, recogiendo la entrada de artistas en lugar de un documental histórico. Hubiera sido una monstruosidad que en un acto marcado descaradamente por la mitomanía se nos escamotease el pastel de mayor merengue: el grito de los fans, los guiños a la cámara, los modelitos de las actrices.
No faltó, sin embargo, la concesión a lo hispánico. Colom y Erquicia tenían que llenar los espacios muertos y las pausas de la publicidad americana, pero, ¿no podían haber encontrado algún actor o director de cine, en esta profesión de noctámbulos, dispuesto a alegrarnos la madrugada con su presencia en vivo? Uno admira la resistencia de los reunidos en el pequeño estudio de Radiocadena, pero esas conexiones quinielísticas con la emisora y esa lotería demasiado primitiva con viaje a Los Angeles incluido parecían el lado oscuro del oropel. Quizá les faltaba el grado justo de vulgaridad.
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