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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La memoria civil

LAS CIRCUNSTANCIAS en que se ha visto envuelta la ceremonia de beatificación de cinco españoles celebrada ayer en el Vaticano demuestran hasta qué punto era innecesario recordar, desde las instancias de la Iglesia, el enfrentamiento de las dos Españas que lucharon en la guerra civil. La comunidad católica tiene todo el derecho del mundo a cumplir con sus ritos y a considerar la conveniencia o no de declarar santos y beatos, pero es innegable que en este caso se ha intervenido en la memoria histórica de un pueblo para avivarla y perturbarla.Cuando España ha recuperado la serenidad, al cabo ya de medio siglo de aquella confrontación, y los españoles se han dado la mano para escribir una nueva página de su historia en la que la democracia y la convivencia nos instalan fuera del rencor, el recuerdo del martirologio de tres monjas asesinadas en Guadalajara durante la contienda no sirve para ahondar en la reconciliación, en contra de la opinión del Papa, sino para avivar aquellos viejos recuerdos de una división atroz que costó tantos miles de vidas. La Iglesia ha premiado con la beatificación a tres protagonistas de uno de los dos bandos en lucha, en nombre de su voluntad de considerar a quienes fueron mártires de la "persecución religiosa de 1931 a 1936". Este maniqueísmo de buenos y malos, que durante muchos decenios fue común en la vida oficial española, vuelve hoy a irritar a miles de ciudadanos.

La discutible oportunidad de la beatificación provocó, en primera instancia, la decisión del Gobierno español de no enviar desde Madrid a un representante del Gobierno, delegando esas funciones en el embajador ante la Santa Sede. Gestiones posteriores de la Iglesia ante las autoridades hicieron que se terminara enviando al vicepresidente del Congreso de los Diputados, Leopoldo Torres, como jefe de la delegación española asistente a los actos. También esta representación fue considerada de rango inferior por la lglesia y por un grupo de católicos españoles presentes ayer en el Vaticano, que imprecaron a los representantes del Gobierno al tiempo que lucían símbolos del bando que ganó la contienda civil, con un costo de sangre, vidas humanas y subdesarrollo prolongado para este país. La sola narración de este incidente, y la evidencia de que el Vaticano boicoteó una recepción de la embajada de España, convocada para marcar esta ocasión religiosa, son muestras palpables de que la beatificación de caídos de la guerra es tema permanente de una instrumentación política de la que no es responsable el Vaticano, pero que tampoco puede ignorar. Mucho menos cuando la Iglesia no fue ajena a aquella división fratricida en su tiempo.

Muchos españoles tienen derecho a pensar que la misión que ha acudido al Vaticano es del todo superflua: este es un Estado laico y no tiene por qué estar presente en un culto que responde a la privacidad de una creencia y de una institución. Sin embargo, el carácter que tiene el Vaticano como Iglesia y como Estado obliga a los Gobiernos a una representatividad diplomática que no se podía obviar. Pero es, en todo caso, el Reino de España, y no la diplomacia vaticana, el que tiene que determinar la índole de la representatividad por la que opte en una ceremonia de beatificación tan ostentosamente religiosa.

Quizá se exceden quienes piensan que España debía haber estado representada sólo por el embajador ante la Santa Sede, dando así una prueba del disgusto que la inoportunidad de esta beatificación provoca. En todo caso, el Vaticano y sus delegados en España hubieran hecho mejor no interviniendo en la consideración que merezca a los poderes civiles la conveniencia o no de estar presente en un rito de significación exclusivamente católica. Con esta actitud, de respeto a la historia de los demás, la Iglesia hubiera cumplido con prudencia la misión que tiene de honrar a los suyos sin perturbar la memoria civil de los españoles.

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