Mártires
Dice nuestro diccionario oficial que pasar a la historia significa perder actualidad e interés por completo. Para el hombre medio, se entiende, aunque para el historiador nunca pierde el pasado actualidad e interés. Preguntémonos: en el alma del español medio, ¿ha perdido actualidad e interés la guerra civil de 1936 a 1939? Confundiendo acaso la realidad con el deseo, no pocos responderán afirmativamente, y en alguna medida acertarán, porque todos los españoles hacemos la mayor parte de nuestra vida cotidiana por completo olvidados del atroz drama que durante esos años vivió nuestra patria. Mas también es cierto que de cuando en cuando surgen hechos en los que se hace patente la invalidez de tal argumento. Bien recientes son dos: la marejadilla de comentarios orales y escritos que la emisión de la serie televisiva España en guerra está suscitando y la noticia de la próxima beatificación de tres monjas carmelitas, "mártires" según la letra del documento que las eleva a los altares, "de la persecución religiosa desde 1931 a 1936". Para contribuir a que nuestra guerra civil, sin ser olvidada, porque recordar los extravíos es condición necesaria para no repetirlos, pase definitivamente a la historia, esbozaré una breve reflexión acerca del segundo.
Aun cuando como español pueda tener dudas acerca de la oportunidad de su ejercicio, acepto sin reservas el derecho de la Iglesia de Roma a beatificar o canonizar a los mártires de la fé cristiana; y en este caso particular creo que son del todo ciertas las razones que se aducen. En efecto, cristiana y ejemplarmente murieron por su fé, no por opiniones o acciones políticas, esas carmelitas. Más aún: sé muy bien que muchos españoles, religiosos unos, seglares otros, como ellas, perdieron su vida en aquellos terribles meses del verano de 1936, y abomino tanto como el que más de ese horror, moral y políticamente, tan dañoso para la causa que los matadores de monjas decían defender. "Mártir", según la primera definición que de ese término ofrece nuestro diccionario, es "la persona que padece muerte por amor de Jesucristo y en defensa de la religión cristiana". Mártires fueron, pues, las carmelitas Pilar, Teresa y María de los Ángeles, y con todo merecimiento van a ser beatificadas.
Pero, fiel a su misión de recoger y registrar el habla de nuestro pueblo, el diccionario añade: "Mártir. Por extensión, persona que muere o padece mucho en defensa de otras creencias, convicciones o causas". Pues bien, mientras en la llamada zona roja tantos y tantos españoles fueron mártires, según la primera acepción del término, tantos y tantos españoles lo fueron, según la acepción segunda, en la llamada zona nacional. Y así como algunos de aquéllos son religiosamente llevados a los altares, tras 40 años de ser políticamente exaltado y utilizado su martirio, sólo en los últimos años, gracias al oscuro esfuerzo de un puñadito de modestos historiadores jóvenes, van saliendo del olvido y el anonimato los muchos que en Castilla la Vieja Galicia, en Navarra y Andalucía, en Extremadura y Aragón, en las islas Baleares y en las islas Canarias, no más que por sus creencias y convicciones, perdieron sus vidas.
Conmueve y subleva leer cómo unas monjas se vieron obligadas a salir de su convento para ser asesinadas luego. Pero no menos debe conmover y sublevar el hecho de que tantos españoles, sólo por el delito de ser republicanos o socialistas, fueran sacados alevosamente de sus domicilios y luego asesinados ante cualquier tapia o junto a cualquier cuneta, en aquellas atroces noches de julio, agosto y septiembre de 1936. "No se excluye en Roma", leo en una crónica solvente, "que también en la llamada parte roja haya podido haber héroes que han dado su vida por sus ideas. La Iglesia no los puede presentar como santos, pero no por eso deja de respetarles y admirarles". No sé si la palabra héroes es en este caso la más adecuada. Ni las asesinadas monjas de Guadalajara y otras ciudades de la zona roja ni los asesinados republicanos de las ciudades y las aldeas de la zona nacional fueron héroes. Modestamente, pacientemente, inocentemente, unos y otros fueron víctimas de una equiparable y contrapuesta saña homicida.
Con ánimo sinceramente religioso unos, con intención solapadamente política otros, con rabia de vencedores vencidos no sé cuantos —más, desde luego, de los que yo quisiera—, no van a ser pocos los españoles que celebren la beatificación de esas tres carmelitas mártires de Guadalajara. Con ella, la Iglesia de Roma está ejerciendo un incuestionable derecho suyo. Y yo me pregunto si la Iglesia de España, tras su conducta política durante la guerra civil y la inmediata posguerra —sálvense las excepciones que deban ser salvadas—, no estará histórica y moralmente obligada al cumplimiento de un grave deber: reconocer que entre los españoles opuestos al alzamiento del 18 de julio de 1936 hubo muchos mártires en la segunda acepción —cuidado: no mártires de segunda—, y que todos ellos, sin subir, por su puesto, a los altares, merecen lo que de ellos tardíamente ha dicho la Iglesia de Roma, ser respetados y admirados.
Sí, hay que hacer que la guerra civil de 1936 pase, aunque sin olvido, a la historia. Pero esto no será posible mientras los herederos de todos los asesinados en ella, monjas o republicanos, cada uno con su particular concepción del pecado, no sepamos decir en alta voz, desde lo hondo de nuestras conciencias: "Todos pecamos".
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