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La pesadilla del intelectual

El IVA cayó sobre los intelectuales como una maldición terrible y confusa. El llamado creador tiene una personalidad esquizoide muy marcada: por una parte, una admirable vanidad, a veces soberbia, por la cual cree que su imaginación, su pensamiento, lo que modestamente llaman su talento, está por encima de la media -y, sobre todo, por encima de sus compañeros-; por otra, una desdeñosa actitud para lo práctico. Como si el talento puro ocupase tanto lugar que ya no cupiese nada más.Hay grandes cerebros que no han querido nunca aprender a conducir un automóvil, magníficos escritores para quienes la máquina de escribir sigue siendo un intermediario despreciable. De esta actitud forma parte un peligrosísimo desdén por la técnica. Pero, sobre todo, las cuentas es algo que les desbordan (no así la noción del dinero, aunque sólo sea parte de su soberbia; se paga su talento).

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Generalmente suelen tener al lado sufridas y valientes compañeras capaces de estos trabajos subalternos. El intelectual rechazó, en primer lugar, el IVA por algo en lo que no tenía razón: porque no debía descender a la contabilidad, la burocracia, el archivo. El que ha sido capaz de un poco de humildad ha salido adelante de la prueba.

Pero había un tema en el que el creador tenía una razón absoluta. La ideación del IVA es aquella por la cual alguien va añadiendo cargas a la transformación de la materia, y descargando los gastos que ha de hacer para esa transformación. Pero la materia del intelectual está -o estaba- considerada por Hacienda como inmaterial.

Lo que se transforma es nada menos que la vida, y la vida no es desgravable. Conversaciones, aventuras, amores, desgracias, impresiones -y depresiones se transforman en literatura, música, pintura o cine. Lo que es realmente material es el papel y la tinta; en el mejor de los casos, la máquina de escribir, y, en algunos rarísimos, el ordenador.

En suma, es inapreciable, apenas contable. El intelectual de bía cobrar a sus empresas el IVA por su trabajo inmaterial, y no podía repercutirlo en nada. Se metió en facturaciones, ase sores fiscales, abogados, libros: se perdió. Sus compañeras les trataban de ayudar; pero estaban también perdidas.

Y, de pronto, los creadores se encontraron convertidos en algo tan :imprevisible como irreal: empresarios de sí mismos. Tenían que obtener una licencia fiscal, inscribirse como autónomos en la Seguridad Social; el ayuntamiento les exigía el impuesto de radicación porque trabajaban en sus domicilios -convertidos así en sedes empresariles- y los caseros podían decirles que su vivienda alquilada ya no era una vivienda, sino una empresa.

Algunos se declararon en huelga. Una huelga de escritores no suele ser cosa que afecte demasido a un Estado, ni a un ministro de Hacienda. Otros contrataron asesores y contables; se les llevaban parte de sus pequeñas ganancias. Otros, simplemente, se desesperaron, lo hicieron todo mal; y en estos momentos mismos están recibiendo conminaciones de Hacienda por sus errores, reales o supuestos; les reclaman documentos antiguos, perdidos, libros contables mal hechos, etiquetas mal adheridas... Y, por cierto, no estaría mal que, ya que la ley no va a tener efecto retroactivo, pudiera pensarse en alguna forma de amnistía para estos tiernos e inocentes pecadores. Por lo menos, de las multas. Todavía viven en la confusión amarga.

La pesadilla se desvanece. Quedan todavía dos trimestres amargos; pero ya se llevan con otra alegría. Algunos dicen que, desde el 30 de julio, podrán escribir,- pintar, componer o filmar mejor; sus compañeros, claro, lo acogen con la duda eterna. Pero el hecho es que una injusticia está a punto de terminar. Lo que no sería conveniente es que el intelectual volviera a replegarse a su personalidad de talento puro. Que no se le olvide esta lección.

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