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CINE

Ver y prever

En la historia reciente del cine alemán, cuando surge una películá que llama la atención y se extiende por el mundo, suele resultar una obra tristona, de color plomizo, siempre gruesa, las más de las veces campanuda y que indefectiblemente se mantiene, en pie apoyada en mejor o peor disimuladas, vértebras intelectuales e incluso especulativas. Es el caso de las películas del difunto Rainer Werner Fassbinder, y del de los vivos Werner Herzog y Wim Weriders. Suelen ser las suyas películas bien calculadas, pero que atacan a la lige reza en apretado orden de tan que moral y motores de apisonadora de biblioteca.Los resultados de esta tritu radora de paciencias son, en su solemnidad, a veces excelentes, pero raramente ágiles. Da la impresión de que los mejores cineastas alemanes le tienen miedo a volar y de que hacen cine para un público que sigue cultivando la tonta bajeza profesoral que consiste en considerar al liviano equipaje de la comedia -que es el más dificil de los géneros- como un saco pequeño para el volumen de sus mensajes.

Hombres, hombres

Dirección y guión: Doris Dörrie.Fotografia: Helge Weindler. Música: Claus Bantzer. República Federal de Alemania, 1985. Intérpretes: Heiner Lauterbach, Uwe Ochsenknecht, Ulrike Kriener, Hanna Marangosoff, Dietmar Bar. Estreno, en versión original: cine Alphaville.

La joven cineasta Doris Dörrie desmiente de un solo golpe, con su Hombres, hombres, que lo antes dicho sea un asunto de cuadrículas culturales insalvables y hace una llamada ala memoria: alemán era Errist Lubitsch y medio alemán nunca ha dejado ser, aunque le pese, Billy Wilder. Y sobre estos dos nombres hace despegar el ágil salto de su fábula titulada Hombres, hombres, mostrando de paso que el miedo al desatamiento de la inventiva no es cosa que haya que reprochar a las tradiciones del cine alemán, sino al olvido de esas tradiciones.

La finura de lo grueso

Es Hombres, hombres una comedia que discurre sobre un esquema clásico, en el que le entremezclan sin solución de continuidad instantes que recuerdan la brillantez de las variantes que Lubitsch imprimía a situaciones estereotipadas, con otros instantes que parecen destilados del ácido corrosivo de la mirada oblicua de Wilder, un ácido que solía colarse en aquellas situaciones a través de los personajes.La fluidez con que los personajes entregan el eje de atención del filme a las situaciones, y viceversa, pone de manifiesto que la joven Dörrie, en este su tercer largometraje, se mueve ya bien sujeta y amparada por esos instintos que sólo la veteranía despierta. Un ejemplo de esta su cualidad es lu magnífico aprovechamiento de las transiciones y de los resquicios que se abren entre situación y situación, para imprimir en el salto de uno a otro continuidad y velocidad, para con ellas como cauce no dar respiro al espectador con mortales tíempos muertos.

En este sentido, los personajes episódicos de Hombres, hombres, como Lothar, Angelika, la prostituta moralista y sermoneadora y aquel taxista que arranca uno de los mejores gags del filme sin dejarnos ver su cara, son creíbles en sí mismos y, en el puro mecanismo de esta buena y ortodoxa comedia, más que creíbles en cuanto resortes útiles para el crecimiento de la intriga. Dörrie incrusta en el juego, sirviéndose de ellos, el puro disparate, sin que ese disparate disuene con la tosca facilidad del subrayado o del exceso. Por el contrario, lo grueso es empleado por la cineasta como una aportación a la finura.

La comedia se sigue como se sigue a la propia respiración, a cuya cadencia se acopla sin esfuerzo aparente. La exposición del triángulo amoroso y su originalísimo desarrollo son intachables y crean tanta expectativa en el receptor que, a causa de ella, es en la parte final de Hombres, hombres, en su zona de desenlace, donde la película pierde una parte de su altura inicial e intermedia y decae súbitamente.

Los estímulos que el espectador extrae de la riqueza del juego superan a la oferta final de este juego; lo que se prevé va más allá de lo que se ve; la esperanza creada por el desarrollo tiene más capacidad que la dádiva. No es que el final sea malo, es que no es mejor que su excelente comienzo, y en las rigidas leyes de la comedia, todo lo que no sea crecimiento es fatalmente descenso.

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