Holmes, sweet Holmes
Cuando mi padre vino de Cuba a visitarnos en Londres el verano pasado no pidió más que dos cosas: ir a orar (es un decir) ante la tumba de Karl Marx y conocer la casa en que vivió Sherlock Holmes. "En el 221-B de Baker Street", dijo mi padre. Era obvio que, para él, viejo comunista (ha cumplido ya 85 años), la realidad de uno era la ficción del otro. Y viceversa. De hecho, ir en peregrinaje ante el busto enorme y macizo de Marx era infinitamente más fácil que visitar los predios del primer detective consultante. Es mil veces más posible creer en la asombrosa existencia actual de Holmes que en la tenue posibilidad de que Karl Marx haya existido una vez. Mi padre pidió ir al cementerio donde está la tumba de Marx, pero quiso visitar la casa de Holmes. Marx, finalmente, está enterrado en Highgate, pero Holmes vive todavía en alguna parte de Londres, de Inglaterra, del mundo: está hecho de la estofa del mito. Marx, como el Dios de Nietszche, ha muerto. Holmes vive.Sherlock Holmes es posiblemente el único personaje de ficción que se ha convertido en una persona con residencia fija. Es decir, es un ser humano con una vida real (esa palabra, sin embargo, es enemiga de los creyentes en Holmes), que vivió en Londres y habitó exactamente en el 221-B de Baker Street. Hay, sí, otro personaje que pasó de la ficción a la vida: don Quijote, y, prendido a él, su constant companion Sancho. No es casualidad que la pareja Victoriana de Holmes y Watson se parezca tanto al par castellano de dos siglos atrás. Holmes, alto y delgado, asalta a los gigantes del crimen y los convierte en molinos, en molinillos, mientras un Watson bajo y robusto recomienda prudencia como si fuera un agente de seguros. Holmes, adicto a las drogas y a la música. Quijote, adicto a los libros, otra droga, que toma sin diluir. Watson, realista y dado a la premonición de uno o dos desastres reales. Sancho, el de los refranes y las cautelas de Castilla. ¿A qué seguir? Lo importante es que en un lugar preciso de Londres del que todos dicen acordarse vivió el detective que hizo de su ocupación un oficio del siglo XIX y que convirtió esa palabra, detective, en sinónimo de la magia de la deducción. Conan Doyle, señalando a la fuente y origen a lo lejos (el doctor Bell, cirujano escocés), escamoteó al verdadero creador del método deductivo aplicado al crimen, C. Aguste Dupin, el ocioso caballero inventado por Edgar Poe. Holmes, además, dio origen al mito de que la policía, pública o privada, porque persigue al criminal, es más noble que el crimen. Holmes (que se burlaba de Scotland Yard ante la presencia del siempre confuso inspector Lestrade y la ennobleció como institución con la detección del crimen ingenioso por medio de otro ingenio aún más poderoso: la maquinaria de la ley) tenía, como lo vio bien Watson, mentalidad de delincuente. Por eso, gracias a eso, llegaba a la solución de cada crimen. Después venía la otra solución, la del alcaloide, la que hacía del tedio de Londres una fería en la niebla.
Watson, es importante anotarlo, era, según Holmes, atraetivo a las mujeres, y se casó por lo menos dos veces. Holmes era totalmente indiferente al sexo femenino, excepto cuando, caballero victoriano que era, la dama estaba en peligro, rodeada de crimen, o era, por el contrario, peligrosa, ella misma el crimen. La seductora americana Irene Adler fue su sola Némesis. Holmes, al alardear de que había sido derrotado por el crimen sólo cuatro veces, añadía: "Tres veces por hombres y una vez por una mujer". Para Holmes, Irene Adler, contralto aventurera nacida en Nueva Jersey (¿heredera de las máquinas de sumar o parienta del psiquiatra freudiano?), era la mujer. Lo fue siempre. Holmes, el misógino, se hizo missógino.
En la realidad de la ficción, Sherlock Holmes, vivió tanto como una persona cualquiera, pero el personaje se convirtió en inmortal mientras vivía. Conan Doyle ha durado menos. Así Holmes se ha transformado en un ente independiente, en un agente de la inmortalidad. Otros guardianes de la posteridad se han congregado para producir un volumen de obras, o tal vez una obra sola, que considera a Holmes como una criatura que existió una vez, con fecha de nacimiento y muerte, acompañado, en parte de su vida por una especie de manso amanuense o secretario sin secretos que recogió sus aventuras y describió exhaustivo su aspecto, afectos, manías, vicios y gestos y gestas en una saga única, el corpus (¿tal vez delicti?). Esa compañía casual o buscada se llamó el doctor John H. Watson, a quien el folclor siempre antecede un "elemental, mi querido", que es postizo. El pretendido autor de la biografia en historias sucesivas del detective consultante más famoso del mundo también existió, mientras Arthur Conan Doyle quedó reducido al papel de agente literario que buscaba acomodo a las historias de la vida real. De preferencia en el Strand Magazine y en otras revistas, americanas de ser posible.
Nosotros, los lectores de las aventuras de Sherlock Holmes, somos privilegiados conocedores de una biografía en serie. Estos eruditos y estudiosos de lo que también se conoce como el canon toman a Holmes absolutamente en serio, y a Watson, como absoluta broma. El resultado es que el admirado detective y su admirador segundo cobran nueva vida. Otra vida de hecho. No la vida bréve del Strand, sino la vis cómica de la anotación en serio de un códice codiciado por falaz. No es posible ya leer a Watson como una invención de Conan Doyle. Doyle se ha convertido a suvez en Conan el barbero que opera desde una silla giratoria en una barbería de Fleet Street y todo lo ve y todo lo anota, pero, lamentablemente, apuesta a los caballos en una cercana oficina de Ladbroke. Holmes queda aquí como el proveedor de las anotaciones no muy exactas del buen doctor, y Sherlock vive. ¡Vive!
Cuando le dije a m¡ padre que parte de una aventiara de Sherlock Holmes, Los planos de Bruce-Parrington, ocurría en el barrio: en el metro de Londres, en la estación de Glou.cester Road, ahí al lado, como, quien dice, saltó de alegría: "¡Quién lo hubiera visto!". Debí añadir que en un restaurante de, nuestra misma calle, que todavía existe, pero del cual, modestías que se pueden leer molestias a la hora de comer impiden revelar su nombre, cenó Holmes, que era todo menos un gourmet. En el cuento (o mejor recuento) de Watson es Holmes quien le envía una nota bene desde allí: "Estoy ceinando en el restaurante Goldini de Gloucester Road en Kensington". (Necesaria aclaración, pues hay varias Gloacester Road en. Londres, como saben los carteros y mis corresponsales extranjeros.) "Por favor, venga enseguida". (Holmes y Watson nunca, ni en la intimidad, se tutearon, aunque durmieron años bajo el mismo techo: caballeros victorianos que fueron.)
Oscar Hurtado, experto holmeslano en La Habana, me dejó saber que Sherlock Holmes nunca usó el metro. Error de lejanía: ahora lo usaba para medir al muerto y su matador. Holmes se desplazaba, es verdad, en coche (los llamados hansoms en Inglaterra) por Londres, pero tomaba el tren a menudo, y si una histona, como ésta, lo exigía, sabía sacar partido del underground. Watson no tomaba el metro, tomaba notas.
Cuando Watson llega por fin al restaurante, tarde y sin aliento, ocurre un intercambio que me concierne: hay humo. "¿Ha comido usted algo?", le pregunta Holmes solícito. "Entonces", agrega sin esperar la respuesta de Watson, "acompáñeme en el cafe con curasao. Pruebe uno de los cigarros del propietario. Son mucho menos venenosos de lo que se podría suponer". Hasta la iglesia de San Esteban, en mi esquina, da las once horas con una claridad que niega la niebla, la espesa niebla, la persistente niebla que percude las páginas del canon. Por esa época, otro victonano singular, Oscar Wilde, declaró que nadie había notado la niebla de Londres hasta que la pintó Whistler. Muerto Whistler, ya no hay niebla enLondres, y sólo se puede ver en las narraciones de Watson sobre su amigo el dulce y agrio Holmes: sweet and sour Sherlock.
"¿Qué le parece, Watson?", dijo Holmes refiriéndose a su caso.
"Una obra maestra".
Y así fue y así es: una obra maestra que mi máquina calca de las profusas notas del doctor John H. Watson, M. D. Mi máquina de escribir, esta IBM electrónica que hace de mis días idos con la letra y mis noches oscuras como la cinta de carbón que las describe, fue comprada, cosa curiosa, en Baker Street, calle comercial. Watson la habría encontrado extraña: una tiperrita automática. Holmes se habría intrigado con su mecanismo iriada elemental. Sobre todo, el detective habría examinado la. tecla de dele, esa que hace los errores delebles y las ideas indelebles. Es la tecla digital. Habría escrutado algunas cenizas exóticas y luego, aburrido, se habría preparado su coca-cola blanca.
No encontré nunca el verdadero 221-B de Baker Street. Lo busqué, por supuesto, donde no podía hallarlo. Debí regresar a las aventuras de Holmes para saber que se iniciaron, todas, en un apartamento, de la imaginación. Mi padre, casi inválido, a quien conduje por el laberinto de Londres, fue una parodia del protagonista de la primera obra de ficción detectivesca que es también un cnmen. En ella, la huella del crimen que busca el criminal que se ignora es su propia huella. De pronto, mi padre señaló a la esquina de la calle más famosa de Londres y gritó: "¡Allí! ¡Allí está! ¡El 221-B de Baker Street!". Pero el 221-B nunca existió. Fue la manera que tuvo Watson de quemar todas las pistas. Además mi padre es ciego. Fue por eso que mencioné a Edipo, el primer detective. Edipo, Eddy Poe. Ciegos que ven pistas que ciegan.
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