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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Peor que el Watergate

CON UNA velocidad muy superior al proceso que llevó a la salida de Richard Nixon de la Casa Blanca, se agrava y extiende el escándalo que ha estallado en Washington a partir del envío de armas a Irán. Casi diariamente saltan a la primera página de los periódicos nuevas ramificaciones: la entrega por la CIA de informaciones para ayudar a Irak, mientras se enviaban armas a Irán; la posible utilización de fondos provenientes de los envíos a Irán para financiar campañas políticas en EE UU; se producen dimisiones como la del directivo del Consejo de Seguridad Howard Teicher, después de ser interrogado; muere de sobredosis uno de los participantes en los envíos ¡legales a la contra. Todo indica que hasta ahora solamente ha salido a la luz una parte de la verdad, quizá pequeña, pero suficiente para que se rompiese la cohesión entre el presidente y sus colaboradores. Cada uno intenta disminuir su responsabilidad, salvarse a sí mismo.Sobre el volumen de los envíos a Irán -de los que el presidente sí reconoce que estaba al corriente- se manejan cifras totalmente dispares: entre 12 millones y 1.000 millones de dólares. No coinciden las fechas sobre el inicio de esos envíos. Las últimas declaraciones de la oficina de Bush demuestran que en la Casa Blanca se conocían las ayudas ¡legales a la contra, lo que desmienten las declaraciones hechas cuando Hasenfus fue hecho prisionero en Nicaragua, en octubre pasado. Esta total desconexión en el seno del equipo de Reagan -muy distinta de lo ocurrido en el proceso del Watergate- es uno de los índices de la profundidad de la crisis.

La persona del presidente está cada vez más dañada. Cae además de una columna de "moralidad intachable" en la que le colocó buena parte de la opinión. A pesar de los llamamientos que le han dirigido numerosas personalidades, Reagan no se decide a informar directamente al país de la verdad de lo ocurrido. Su última decisión, pedir al Congreso inmunidad para que sus antiguos colaboradores, el vicealmirante Poindexter y el coronel North, puedan declarar sin que sus palabras sean utilizadas para procesarles, parece un reconocimiento de que hay aspectos delictivos en actuaciones que partían desde la Casa Blanca. Existe una opinión generalizada de que Reagan no dice la verdad. Pero la principal diferencia entre el caso del Watergate y lo que ahora está sucediendo es que entonces estaba en juego la honorabilidad del presidente, y ahora además se ha evidenciado que EE UU ha engañado a sus aliados en cuestiones decisivas de política exterior. Washington, mientras enviaba armas a Irán, criticaba duramente a los gobiernos europeos por falta de firmeza ante los Estados que ayudan al terrorismo. Es preocupante que un Gobierno con el peso decisivo que tiene el norteamericano en los asuntos del mundo pueda decidir su política a partir de la idea infantil de que podría determinar, con unos envíos de armas, la orientación de Irán en su etapa pos-Jomeini. La desconexión en el seno de la Administración se refleja en su política exterior: no es casual que anteayer el embajador de EE UU en Bonn, Richard Burt, haya desmentido públicamente lo dicho por el secretario adjunto de Defensa, Richard Perle, sobre cuestiones esenciales de defensa y de relaciones con el Este. Estamos en un período de indeterminación, al menos en una serie de aspectos, de la política exterior de EE UU como consecuencia del escándalo que se desarrolla en Washington. Ello dará lugar a un mayor protagonismo del Congreso en esta materia; en ese marco cabe situar el envío de una carta a Reagan, firmada por una mayoría de los senadores, pidiendo que se respeten los acuerdos de limitación de armas estratégicas (SALT II).

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