Las magas hechizaron
Armide hechizó a Rinaldo y Montserrat Caballé, una vez más, al público liceísta. Ambas magas habían pactado previamente con poderes sobrenaturales: con el Maligno, el Odio, el Placer y el Amor la primera, desplegando una mal calibrada política de alianzas que por fuerza había de valerle una conclusión trágica; con su propia técnica vocal, su presencia escénica y su sentido dramático -todos ellos poderes sobrenaturales-, la segunda, que consiguió tomar la plaza liceísta como si de un castillo de naipes se tratara. Ovación larguísima, volcada, inextinguible: la diva arrasa porque su voz es un hechizo irresistible al oído. Existe, sin embargo, otro pacto, menos sobrenatural y espectacular, más racional y pragmático, subyacente a la Armide de la otra noche: el que Montserrat Caballé, conchabada con el director musical Manfred Ramin y con el director escénico José Luis Alonso, establece con la obra de Gluck.
Armide
De Christohp W. Gluck. Montserrat Caballé, Peter Lindroos, Martha Szirmay y Enric Serra en los principales papeles. Director de escena: José Luis Alonso. Escenografía: Hugo de Ana. Coreografía: José Granero. Producción: Teatro de La Zarzuela. Orquesta y coro del Liceo, dirigidos por Manfred Ramin. Gran Teatro del Liceo. Barcelona, 6 de diciembre de 1986.
La ópera Armide tiene momentos indiscutiblemente sublimes: todo el tercer acto, con la intervención de la figura del Odio -interpretada extraordinariamente por la rica voz de Martha Szirmay- y la tensión psicológica que vive la protagonista, es pura maravilla; por no hablar del último acto, con su precioso dúo de amor y el despechado monólogo de la maga que ve derrumbarse sus ilusiones amorosas junto con el idealizado palacio que las albergó. Pero, por lo demás, se trata de una obra alejada de la sensibilidad contemporánea. La célebre reforma gluckiana, de la que en el recuadro adjunto se señalan las líneas maestras, vista desde la perspectiva de los siglos, tiene mayor valor por las consecuencias que de ella se derivaron que por sus propias realizaciones. Ese ensamblaje de tragédie-lyrique típicamente francesa con la ópera seria de tradición metastasiana que se realiza en Armide resulta un tanto forzada para la mentalidad actual. Confiar la acción a valores tan altisonantes como la Justicia, el Orden y el Sentido del Deber patriótico a lo largo de cinco actos resulta insuficiente para las cotas de espectacularidad exigidas por los hijos del mayo del 68.
La única salida al impasse aparente es el compromiso histórico con la obra: aceptemos los postulados gluckianos de la continuidad dramática, de la inmobilidad escénica que ello genera y de las exigencias declamatorias de un texto éticamente aleccionador como exigen las normas del gusto dieciochesco, pero no olvidemos que todo ello, a la postre, abriría las puertas del romanticismo de un Berlioz o un Wagner, admiradores ambos, más teóricos que músicos en tal disyuntiva, del gran Gluck.
Todo encajó en este planteamiento y el resultado de conjunto fue un espectáculo brillante, plenamente vigente. Ramin sacó de la orquesta el máximo partido -¿por qué, sin embargo, se suprimió el clavicémbalo del bajo?- y las voces correspondieron ajustadamente: algo corto en los agudos el tenor Peter Lindroos, pero correcto al fin, centrada la Phenice de Claudia Eder, potente el Ubalde de Enric Serra que va sobrado de tablas, quizá las que le faltan -pero ya vendrán- al tenor Antonio Leonel, de precioso timbre vocal. Bonita coreografía y radiante en sus múltiples intervenciones el coro, pese a que en algún momento tuvo que luchar, para ver al director, con una puesta en escena por lo demás muy bien resuelta en su sencillez.
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