Edición de lujo
Da la impresión de que es todo cerebro, pero el sustrato del que se nutre su innegable poder de atracción es claramente hormonal, algo que con el tiempo se ha ido repujando hasta convertir a este Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate, en los albores de su segunda cincuentena, en una edición única, irrepetible y, por supuesto, de lujo. Nacido para brillar pero, sobre todo, para vencer, e incluso convencer, el actual duque de Alba -tan duque que no parece actual- es, según Fernando Savater, alguien "que no gusta a las auténticas gentes de orden". Hay que preguntarse, sin embargo, quiénes son y qué representan las ordenadas gentes. "¿No le gusto? No se preocupe, ya le gustaré", dice, irónicamente, hablando de la seducción.Y quizás el secreto radica en que vive perpetuamente seducido, a medias por sí mismo y a medias por los maestros que le han hecho ser quien es.
No resulta difícil imaginarle de adolescente hambriento de cultura, acercándose ya a Aranguren y Laín, en el Santander de sus primeros estudios. Y pasando noches en blanco empapándose de Ortega, fríamente enfebrecido. Con el mismo sosegado, implacable ardor, debió recorrer Francia en auto-stop a los dieciséis años, empaparse de Carné y Feyder y Pabst y Von Sternberg en la cinemateca de París y en el estudio de la calle Ockam, en Munich, época en la que no sabía, quizá, que su tesis doctorar iba a ser precisamente sobre el padre del nominalismo.
Que de adulto haya sido el introductor en España de la Escuela de Francfort, que haya traducido a Adorno, a Benjarnin, a Julien Green y al teólogo Karl Rahner, que como editor de Taurus dejara tras de sí un rastro memorable, que sepa tantas lenguas y las utilice tan bien, es mérito sobradamente conocido y reconocido, ahora, con su ingreso en la Academia. Pero lo que seduce de Jesús Aguirre es que todavía sabe contar el frío de noviembre con que llegó a Alemania por primera vez, el ansia con que atravesaba la Odeonplatz para escuchar a sus maestros en teología.
No resulta difícil imaginarle, tampoco, seduciendo a los feligreses desde el púlpito, una especie de Julian Sorel claramente más afortunado. Pues él mismo cuenta que, mientras fue cura, le gustó más ser predicador que confesor. Y sigue predicando, de algún modo, no sólo por ese libro de Sermones en España, que tiene editado desde 1971, ni por su Casi ayer noche, ni por sus discursos académicos. Sigue predicando en la conversación cotidiana, como un exquisito abad de doble filo.
Es tal vez por ese discurso impecable que viene enhebrando a lo largo de su vida por lo que las inteligencias más preclaras, estén a favor o en contra, no le niegan al duque de Alba la pleitesía debida a todo talento manifiesto. Tal vez estén todos sosteniendo la seereta esperanza de aparecer alguna vez, aunque sea en una simple nota a pie de página, en el fluir de este hombre forjado en edición de lujo.
En cuanto a él, es probable que, con tanta historia detrás, no sea sólo la suya la imagen que le devuelven los espejos.
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