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Entrevista:VÍSPERAS DE LA ACADEMIA

"No se puede entrar en la Española como caballo en cacharrería"

Jesús Aguirre pronunciará su discurso de ingreso el próximo jueves

No disimula que se encuentra feliz en este gabinete que es un lujo para el espíritu e incluso para el cuerpo. La ventana da al jardín inglés del palacio de Liria, y todo un sendero de grava y un muestrario de árboles magníficos apenas levemente descarnados se interponen entre la ciudad y las ideas, que son, estas últimas, el vicio que Jesús Aguirre confiesa que practica con mayor asiduidad. De hecho, que él esté sentado aquí, rodeado de libros preciosos que no son meros adornos, sino la prolongación de una vida, y que el próximo jueves ingrese en la Real Academia Española, no es sino la culminación espectacular, lujosa, de ese camino por el que ha ido avanzando desde hace muchos años, casi desde la infancia misma, ejerciendo con verdadero ahínco la facultad de pensar.Pregunta. ¿Quién cree que sale ganando: la Academia o usted?

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Edición de lujo

Respuesta. Evidentemente, yo. Por una razón: porque si gana la institución, que está compuesta por muchos académicos, ese beneficio es a repartir, con lo que toca a muy poco. Mientras que si gano yo, me toca sólo a mí.

P. ¿Y cuál será su aportación?

R. En primer lugar, y esto lo digo con toda sinceridad, yo creo que no se puede entrar como un caballo en una cacharrería. Y exactamente como hace tres años empecé a sentarme en Bellas Artes, voy a hacerlo ahora en la Española, con una actitud de escuchar. Y veremos, además, a qué comisión se me adscribe. El cometido fundamental de la Academia no es sólo el Diccionario, sino el que coincide con sus planteamientos fundacionales: que el idioma anime a buen vigor a la nación, que haya sonrojo en la Academia cuando esto así no ocurra. Y se dispone de unos medios, menos limitados de lo que se piensa -no estoy hablando de medios económicos-, de influencia, de representación, que deben emplearse a fondo.

La utilización del idioma

P. Parece que le pone los pelos de punta la forma en que los políticos utilizan el castellano.

R. No sólo los políticos. También los medios de comunicación utilizan el término posicionarse y posicionar, y no lo entiendo. Porque es innecesario. Conste que yo no soy un purista; comprendo perfectamente el neologismo; sean bienvenidos si están reflejando una realidad nueva o una compostura de la realidad distinta a la habitual. La Academia tampoco es purista. Piensa que en su primer Diccionario admite como fuente a Góngora, que era un poeta al que había que dejar aparte, poco estimado. Lo que realmente me encocora es la superficialidad de este tipo de giros, lo innecesario. Con lo fácil que es decir tomó posición.

P. ¿En nuestro país, en este momento, se está moviendo algo en el mundo de la cultura?

R. Es evidente que estamos tocando fondo en una época. Exactamente igual que el siglo XIV era el siglo en que se tocaba fondo en la Edad Media. También hay entre nosotros voces catastrofistas; voces de cuidado, esto se acaba. Las hubo en el siglo XIV. ¿Y qué ocurrió desmiento. Ortega diría, por tanto, que aquélla era de las que él llamaba crisis matutinas. Yo prefiero pensar lo mismo de esto de ahora, y que de aquí saldrá algo.

P. ¿Y la posmodernidad?

R. Todas las siglas son, en principio, una concesión, que señala un fenómeno más delgado o más consistente. En este caso, me parece un asunto más bien efímero, que evidentemente está ahí y hay que dar cuenta de ello, pero bastante delgado y no menos repetitiva de muchas cosas que se han hecho en otros tiempos no muy lejanos. Y esto es lo que a mí me cansa un poco. Sí es cierto que se advierte un cambio, hay una mayor participación. Es, por tanto, un cambio cuantitativo, no cualitativo.

P. ¿Cree usted que hace tiempo que no se, producen ideas realmente innovadoras?

R. Creo que ni siquiera cuando se pensó que se producían ocurrió realmente. Ahora hay una gran tendencia, por parte de una generación que va de los treinta y tantos a los cuarenta y tantos, a recordar Mayo del 68 con nostalgia, como si hubiera sido una gran cosa. Y eso es algo que en Europa está completamente superado. Aquella movida -por decirlo con una palabra a la moda- cometió un error de apresuramiento. Yo estoy de acuerdo con que se derriben los pedestales, pero no las estatuas. Y en Mayo del 68 se derribaron ambas cosas, sin duda por prisa y sin duda, y esto es lo más grave, porque es posible que las estatuas no puedan existir sin pedestal. Eso nos lleva a un aspecto, a un cariz del asunto más importante. Los maestros desaparecen, y lo hacen al trompetazo de un señor como Marcuse, el más débil de todos los pensadores de su grupo, pero el que sabía venderse mejor para el consumo.

P. Volviendo a la Academia, ¿qué discurso ha preparado?

R. Se titula El conde de Aranda y la reforma de espectáculos en el siglo XVIII. Hasta ahora, en la lectura de discursos académicos, he escogido siempre un título de esta casa, escudriñando en su acción en el mundo de la cultura, en la línea del mecenazgo, de cómo fue en el XVI y en el XVII. Ahora llego al XVIII, que es un mecenazgo más del tipo de dar subvenciones, en el sentido actual. El de Aranda, por otra parte, es un título que yo llevo con una cierta frecuencia después del de Alba, y que me resulta particularmente atractivo, porque, en el campo de la reforma de espectáculos, es un caso notorio de cómo consigue, con sus bailes de los Caños del Peral, con sus funciones nocturnas por primera vez autorizadas, con sus meriendas en el Buen Retiro, que Madrid siga siendo capital de España. No se olvide que es un momento en que ha ocurrido el motín de Esquilache y están todos los desórdenes alrededor, Carlos III no quiere volver a Madrid, y la capitalidad está en ciernes.

P. Y se produce la expulsión de los jesuitas.

R. Exactamente. Y Aranda apacigua. Y consigue que la expulsión de los reverendos padres coincida con la fecha en que se entierra a una famosa actriz, Mariquita Ladvenant, y grandes y chicos asisten en Madrid al entierro de la cómica y se desentienden de lo otro. Porque el pueblo de Madrid siempre sabe lo que hace.

P. Hablando de pueblo, ¿no cree usted que, para la gente corriente, la Academia es una institución muy distante y hasta vetusta, fuera del mundo?

R. Es que eso no es verdad. En la Academia se trabaja, y fuerte. Lo que ocurre es que sólo nos ven esos días en que vamos vestidos de frac y quien tiene quincallería se la pone. Los académicos no son necesariamente viejecitos. Mira a Pere Gimferrer y a Francisco Rico, que son jóvenes. Y, bueno, si me presentan al Rimbaud de ahora, yo voto por él para la Academia, pero me temo que no existe.

Pasiones de madurez

P. La edad... ¿Se calman las pasiones con la edad?

R. Pienso que una madurez sensata, que nada tiene que ver con las cenizas, pero algo sí con las brasas -la cita es de Saint-John Perse-, se vertebra a base de pasiones varias. En cambio, la juventud tiene una pasión dominante que, si perseverara en su contundencia, en su exclusividad, durante la madurez se convertiría en una obsesión o, lo que todavía es peor, en un tic. Yo creo que un hombre maduro va adquiriendo no sólo más pasiones, sino también más vicios, y por eso somos más virtuosos, porque ya decía Pascal que una virtud es el resultado de dos vicios contrapuestos.

P. ¿Y usted, personalmente?

R. En esta etapa de mi vida, si hago introspección, no descubro cimas. Quizá algún collado, pero todo está bastante igualado. Me sigue gustando leer mucho, sí; eso lo he hecho toda mi vida. Me sigue gustando escuchar música y, para mi desgracia, estoy empezando a darle la razón a Juan Benet, a quien publiqué, cuando yo era director general de Música, en una revista que se creó entonces, un artículo en el que decía que es mucho más cómodo, fructuoso, escuchar música en casa. Yo no creo que sea así; se puede disfrutar mucho más en un buen concierto; pero por falta de tiempo, y también porque a uno le gusta ver, pero poco que le vean, bueno, pues me quedo mucho en casa.

P. Eso tiene la ventaja de poder ponerle banda sonora a la vida. ¿Con quién se queda usted?

R. La tendencia irrefrenable es Mozart. Todo lo demás viene después.

P. Usted cree en Dios. ¿Por qué?

R. Porque estoy convencido de que Dios cree en mí. Ése es el fundamento objetivo.

P. De su tiempo de editor, ¿qué placeres recuerda?

R. Todos. De mi época de editor tengo una vivencia tan permanente que se me antoja que la he ejercido no ayer, sino casi ayer noche, que es el título de mi último libro. Fue una época apasionante, había ahí muchos frentes, y evidentemente uno era político. Le poníamos albardas de letra impresa al caballo de Pavía. Estoy convencido de que algunos editores contribuimos a que la transición se realizara sin traumas. Hablando de caballos, el de Troya ya lo habíamos metido en la dictadura. Se daba un momento terrible también en la edición: cuando me traían el primer ejemplar y me horrorizaba pensar que pudiera tener erratas o no ser bello. Yo, cuando tengo en mis manos un libro mal editado, he de hacer un esfuerzo para leerlo. Dirán que es esteticismo. Yo lo llamo amor al libro.

P. ¿Y el placer de escribir?

R. Para mi mismo, cosa que hago en mis diarios, es sumamente satisfactorio. Escribir para publicar ya tiene momentos de angustia, de preguntarse si lo que dices vale que se corte otro árbol para hacer la pasta.

P. Tengo entendido que le gusta mucho el cine.

R. Sí, yo he sido un gran aficionado. Ahora veo menos, y el que veo es a través de Elías Querejeta, de quien tengo la suerte de ser amigo. Pero de niño recuerdo muchas películas: Si no amaneciera, con Charles Boyer y Olivia de Havilland; la primera versión de El prisionero de Zenda, con Ronald Colman. Y Eugenia de Montijo; con los años, Fernando Rey, que hacía de duque de Alba, vamos, de marido de Paca Alba, me contó que le hacían vestirse de escocés. Y yo entiendo que, bueno, por lo de Stuart, hay una relación con Escocia, pero yo nunca he visto a nadie en esta casa con falda a cuadros.

P. Examinando el camino recorrido, ¿a usted le parece que su vida es como una película?

R. ¡No! Hay material suficiente como para hacer varias. Lo que ocurre es que yo no sé muy bien si soy el actor principal. Y, desde luego, no soy el director. No necesariamente.

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