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Tribuna
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Reconversión de una joya arquitectónica

El edificio del antiguo depósito elevado del Canal de Isabel II, situado en la calle de Santa Engracia, 125, fue inaugurado ayer tras haber sido restaurado y reconvertido en sala de exposiciones de la Comunidad Autónoma madrileña. Para festejar el acontecimiento de la salvación de este singular edificio, cuya característica silueta ha configurado emblemáticamente el paisaje urbano de la capital, se ha montado una exposición de esculturas de Dalí pertenecientes a la colección Clot, con la que, por otra parte, se quiere subrayar el futuro uso al que está destinado el depósito reconvertido.Existen varios motivos para celebrar esta iniciativa y, además, son todos ellos tan absolutamente diáfanos que los responsables publicitarios de la Comunidad de Madrid podrían haberse ahorrado la absurda e insólita idea de imprimir en las invitaciones a la inauguración del edificio un texto que nos lo advierte enfáticamente.

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"Un nuevo hito en la oferta cultural de la Comunidad de Madrid", se dice en el texto en cuestión, como quien, dudando de sí mismo, se repite compulsivamente la virtud que más echa en falta o, todavía peor, como quien hace gala de lo que cualquiera esperaría como algo de lo más normal.

Arte e industria

De todas formas, dada la calidad de la obra realizada, hay que confiar que hasta logre superar su torpe presentación publicitaria. Debe conseguirlo, en primer lugar, porque se trata de la salvación ejemplar de un edificio histórico de nuestra arquitectura industrial, uno de los sectores más dañados del patrimonio español; en segundo, por la belleza en sí de la fábrica, y en tercero, por su destacada personalidad visual en el horizonte urbano.

Diseñada y construida a comienzos del presente siglo, exactamente entre 1907 y 1911, por los ingenieros Diego Martín Montalvo, Luis Moya y Ramón Aguinaga, la obra del depósito elevado de Santa Engracia es una imponente torre en la que se conjuga el estilo neomudéjar exterior con una hermosísima estructura metálica interna en la mejor y más fascinante línea de la construcción industrial. Porque si, en efecto, la imagen externa de esta torre de agua logra dar con la difícil belleza de la monumentalidad altamente refinada, su espacio interior es no menos impresionante, articulado en torno a una fantástica estructura metálica de tramos de escalera y plantas, que se coronan en una cubeta gigantesca de acero horadada con roblones, que hoy nos hace soñar con un anfiteatro galáctico.

La respetuosa discreción de la que han hecho gala los responsables de la reconversión del edificio, el ingeniero Miguel Aguiló y los arquitectos Javier Alau y Antonio Lopera, ha permitido, además, potenciar las virtudes del mismo, que se puede visitar por sí, sin que haga falta otra justificación. En este sentido, me ha sorprendido que la Comunidad quiera utilizarlo como sala de exposiciones, lo que parece a todas luces inadecuado, incluso a pesar de la falsa impresión de viabilidad que como tal ahora tiene gracias al extraordinariamente hábil montaje que ha diseñado Juan Ariño para la muestra de Dalí.

¿Por qué, entonces, no usarlo como museo permanente de ingeniería hidráulica, que es, sin duda, un destino más coherente, ajustado, funcional y, en suma, más necesario como verdadero "nuevo hito en la oferta cultural"? Sea como sea, de lo que no cabe duda es de la salvación de un edificio histórico que sirve para, llamar la atención sobre nuestra importantísima arquitectura industrial.

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