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Tribuna:LA REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA Y EL CAMPO
Tribuna
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La reforma agraria de fin de siglo

El concepto de reforma agraria -que siempre se ha confundido con la cuestión de la tierra_ hunde sus raíces, dentro de nuestra cultura, en el mundo romano. Habrán podido cambiar los medios y la forma de presentación, pero desde los grecos hasta Olavide y Pascual Carrión la reforma agraria siempre se ha entendido como el reparto entre los campesinos.Sin embargo, la revolución tecnológica ha impuesto cambios esenciales en los objetivos y en los medios, hasta el punto de que los instrumentos de reforma agraria no pueden pretender como objetivo esencial el simple reparto de tierras, sino la optimización de la producción agraria como generadora de desarrollo, reservándose para casos extremos el cambio de propiedad si sus titulares se manifiestan incapaces de cumplir el fin social que la legitima. No se puede olvidar tampoco que el capitalismo agrario ha sido históricamente desplazado, en primer lugar, por el mercantil y, posteriormente, por el industrial y financiero.

Aun considerando, simplemente, lo que equivale a simplificadamente, que el desarrollo de los sectores económicos tiene como eje fundamental el binomio tecnología-economía de costes, en el sector económico agrario se dan circunstancias singulares, en muchos casos, que obligan a la presencia de una legislación que tienda a la homologación de comportamiento de éste con los restantes sectores económicos.

Esta diferenciación del sector agrario nace de la singularidad de la empresa agraria como ente económico, debido a las peculiares características de la propiedad agraria como ente social.

Si la propiedad industrial, que sustenta la empresa industrial, tan sólo se concibe como patrimonio empresarial generador de beneficios y los procesos productivos que condicionan éste son los únicos que influyen en aquél, en la propiedad agraria se pueden dar otras condiciones.

La naturaleza de las producciones agrarias es radicalmente distinta que la de las producciones industriales. La empresa industrial es susceptible del control técnico de todos los factores que intervienen en la producción y detener la previsión de las cantidades a producir, lo que la diferencia radicalmente de la empresa agraria en la que la aleatoriedad de las producciones es su principal característica; clima, suelo y factores biológicos determinan las producciones agrarias, careciéndose al nivel tecnológico actual de un control de los mismos que nos permita predeterminar, en los mismos términos que en la empresa industrial, las producciones a obtener.

Siendo éste, que lo es, el marco del sector agrario, a nadie debiera extrañar la necesidad de un marco legislativo singular que acerque, por un lado, la empresa agraria a la industrial y, por otro, que contemple las características peculiares de cada subsector agrario, en denominación económica, o sistema agrario, en el lenguaje técnico peculiar del sector.

Fines productivos

A la luz de lo expuesto, y muy conscientes de estar en el último tercio del siglo XX, con un pie ya en el XXI, inmersos en la revolución tecnológica, y con unas pérdidas muy aceleradas del peso relativo del sector agrario, toda la legislación que tienda a homologar éste con los restantes sectores productivos es una acción necesaria que se enmarca en la politización de modernización, con mayúsculas, y que, a la vez, coincide con la filosofía y fines de lo que a lo largo de la historia se ha llamado reforma agraria, que, en definitiva, no es más que la acomodación de las estructuras productivas agrarias a la demanda social en un marco tecnológico concreto. Una legislación que, en suma, no pretende ni acabar con el empresario agrario ni repartir las tierras, sino que se alcancen los óptimos productivos con la utilización de las innovaciones tecnológicas.

Los preceptos constitucionales contenidos en los artículos 33.2 y 130.1 de la Constitución de 1978 constituyen el marco supralegal para habilitar una acción administrativa que penetre en la propiedad privada mediante el ejercicio, no de facultades discrecionales, sino reglamentarias. Pero es oportuno recordar que, con mucha anterioridad, fue la ley de 3 de diciembre de 1953, de Régimen de Fincas Mejorables, la que introdujo en nuestro ordenamiento jurídico de intervención administrativa en el ámbito de la agricultura mediante la modalidad de la declaración de una finca como manifiestamente mejorable por incumplir la función social de la propiedad.

Las leyes posteriores, de 1962, 1971 y 1973 -esta última llamada de Reforma y Desarrollo Agrario- ampliaron el marco de las potestades administrativas, pero, realmente, fueron piezas legislativas carentes de proyección operativa. Actualmente, la aplicación de la ley de Fincas Manifiestamente Mejorables de 1979, la ley de Reforma Agraria de la Comunidad Autónoma Andaluza y la ley de Dehesas de la Comunidad Extremeña -estas dos últimas impugnadas por el Grupo Popular ante el Tribunal Constitucional- son en el contexto expuesto instrumentos idóneos para poner en marcha una política reformadora en la agricultura que, contemplando las innovaciones tecnológicas e incorporando los procesos informáticos, conlleve la transformación, modernización y desarrollo de las estructuras agrarias y que sea factor de corrección de desequilibrios territoriales.

Pero, como siempre ocurre en un régimen democrático, los tribunales de Justicia tienen en sus decisiones la última palabra, mediante el control de legalidad de las actuaciones administrativas. Control de legalidad que, sin detrimento de su esencia, debe ejercerse en consonancia con la atribución que el artículo 9 de la Constitución da a todos los poderes públicos para promover la libertad y la igualdad efectiva de los individuos y de los grupos y para remover los obstáculos y dificultades que impiden la plenitud de esos valores básicos y la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, social y cultural.

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