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El 'show' de Carol...

Las dictaduras suelen ser mal trajeadas y torponas. No cuidan la imagen y, a trompicones, se ensañan con quien no debieran. Los dictadores apenas se ocupan del vestuario, por eso, quizá, de la sobriedad militar, el rancho y el bocadillo de la tropa... Son burdos, ingenuos y desproporcionados. Todo dictador -léase Pinochet, por no acudir a ejemplos cercanos, cargados de emotividad positiva-negativa- se presenta, por lo general (en el doble sentido del término), como un fantoche algo esperpéntico, cual si extrajera su imagen del modelo literario creado por Valle-Inclán. El dictador suele carecer de estudios y se despreocupa de lo fundamental, aquello que ya sabía la mujer del César: el qué dirán. El dictador tiene así algo de muñecote de feria que deja al desnudo y en primer plano los hilos de la tramoya: ¡que se pirra por el capital y prefiere una sociedad conservadora donde los pobres sigan donde están y los ricos acaparen sin escrúpulos!..., pues va y lo dice, y los dedos no se te hacen huéspedes... El dictador desprecia el afeite y el retoque, no es hombre de matices, y suele llamar al pan, pan, y al vino, vino. Su ideología se reduce a tres o cuatro ideas claves, de esas de: "Después de mí, el diluvio" y "no hay mal que por bien no venga", y es tozudo, maleducado, impresentable y, por lo general, inhábil para las relaciones públicas. Mata o manda matar sin cálculo ni medida, y deja el país hecho un asco, removido y salpicado de fosas desperdigadas por los campos, que ni siquiera se disimulan debidamente y que cuando es derrocado son descubiertas con enorme facilidad. Carece de hipocresía y de modales. Es, de algún modo, ingenuo y paternal, y llega a creerse sus propios eslóganes, que, por otra parte, suelen reducirse a tres o cuatro lugares comunes. Divide el mundo sin tapujos en buenos y malos, y monta cruzadas con la intemperancia y el desparpajo de quien sabe de los mecanismos del poder en un plano muy inmediato y bastante mediocre, aunque no por eso menos doloroso y sangiriento. El dictador, resumiendo, es un pobre tipo cabezón y desacreditado que poco o nada tiene ya que hacer -lo malo es que son primarios y siguen empecinándose- en los tiempos que corren. El dictador no se lleva: casi nunca ha leído a Maquiavelo, y desconoce los recursos infinitos con que puede contar un gobernante para, de forma delicada, acabar saliéndose con la suya. Por eso el dictador suele llevarse mal con la Prensa, el intelectual, el poeta y el cronista. No entiende de sutilezas, y se siente amenazado por la verborrea, la retórica o simplemente la sutileza de pluma de aquel que podría con un poco más de mimo dedicarle una glosa, una oda o un panegírico en primera página.Las dictaduras acaban en primer lugar con la libertad de expresión, y ésa es su piedra de toque, su talón de Aquiles y, en definitiva, su debilidad para mantenerse airosas en un mundo donde lo importante no es tanto lo que hagas, sino cómo lo cuentes, cómo lo decores y, sobre todo, cómo lo muestres. Los decorados del dictador son pobres, y su facha, truculenta, de malo de película; habla con torpeza -¡patético Pinochet describiendo ante las cámaras su oportuno atentado!-, y apenas cuida las formas. Por eso en Occidente -¡que el cielo nos oiga!- el dictador poco tiene ya que hacer. Los que van quedando se presentan como lo que son: pobres hombres, déspotas sin misterio que, a trancas y barrancas, defienden como pueden -generalmente a costa de la tercera parte de la población- la parcelita o parcelaza de poder que se empeñan en acaparar. A su muerte o a su caída, la imagen demasiado sórdida y poco novelesca se irá blanqueando, y pasarán a ser personajes pintorescos, que se prestan a ser discutidos, aplaudidos, aprobados o condenados en vistosos fascículos semanales... Al final, la propia Prensa, los apólogos, historiadores, hacedores de tesis y comentaristas internacionales pasan al dictador por el tamiz selectivo de su pluma, e inevitablemente (¡ah, si el dictador lo hubiera sabido en vida.) acaban dulcificando su imagen, como si, al recuperarle para los media (cine, televisión, prensa, fascículos) se le devolviera una menguada pero evidente dignidad. El intelectual, el periodista y el poeta, el reportero televisivo y el que maneja la cámara no pueden evitar -aunque no se lo propongan, son gajes del oficio- embellecer lo que tocan, empapelar debidámente al que en vida no se dejó retocar por excesiva desconfianza y cierto infantilismo.

Muy por el contrario, las democracias en Occidente (conozco mal las otras) son coquetas y cuidadosas de su imagen, y podrían enseñar mucho a los ingenuos dictadores. Se ha dicho ya repetidas veces, pero no está de más reiterarlo: (los mediocres actores de segunda rigen los destinos ideológicos (y los otros) del mundo occidental. El Papa en su papamóvil y Nancy Reagan dando volteretas a lo Carol.Burnett brindan una imagen moderna, desenfadada, una imagen francamente televisiva que sabe penetrar inmediatamente en las almitas, siempre dispuestas a dejarse conmover y divertir, de los aburridos espectadores: ambiente; de discoteca con mucho láser y sonido estereofónico para el papado y carcajadas de fondo para la primera dama, que muestra así el lado débil, tierno, cariñoso y humano de un poder cuidadosamente maquillado, pero no por ello menos despiadado, omnipresente, dictatorial y mentiroso. Dictadura embadurnada -sepulcros blanqueados, diría el clásico- que tiene el buen gusto de preocuparse por el look y mimar a la Prensa, a los medios y, ¿cómo no?, a la capa de intelectuales agradecidos, siempre dispuestos a creer a papá si

papá, comprensivo y atento, regala pastelitos y les da palmaditas en el hombro. Horowitz y Nancy, riendo abrazados con grandes carcajadas, mientras el vaquero habilidoso presiona al Senado y al Congreso para lograr hundir Nicaragua o lanzar cruzadas desmedidas contra un coco perdido en el Mediterráneo son mascaradas exitosas y rentables que nos devuelven la alegria de vivir. Que se miente a la Prensa en el asunto de Libia y poco después todos los medios de difusión confiesan quejumbrosos que fueron engañados: ¡qué más da! Es sólo que papá vela y lanza mentiritas inocentes por aquello de que un buen fin justifica cualquier medio. Además, cuando el asunto se aclara, lo que se buscaba va se ha conseguido. El Senado norteamericano se asusta, y la contra tiene lo que quería. Un buen actor debe saber mentir, pero no os preocupéis: él siempre vela por vosotros.

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En vez de la torpeza cabezona del dictador, el demócrata cuenta con economistas que justifican las cifras de hambre y paro, con técnicos que ponen retoques a una sanidad que parece sacada de las novelas de Dickens, y con un control casi absoluto del pensamiento y las voluntades, que se realiza sutilmente y por medios algo más indirectos. Ricos y pobres, buenos y malos. Y al fondo, el coco de un terrorismo que justifica coartadas, inercia, inmovilismo, miedo y sobre todo represión.

El dictador, torpe y a la antigua, se apoya en un grupo malcarado, impresentable, de colaboradores facinerosos, soplones, mafia o como quiera llamarse, que se encarga de los trabajos sucios y convierte en desaparecido al que puede resultar incómodo. Con más elegancia -¡ah, el encanto del buen diseño!-, un teléfono rojo y una discreta mano anónima puede convertir a toda una población en confidente, policía de su vecino, husmeador, delator, utilizando exactamente los métodos refinados, aunque ya algo desacreditados, de la Santa Inquisición. No fueron muchos, nos dicen las crónicas, los que fueron ajusticiados, pero innumerables los que sufrieron calabozo, interrogatorios y torturas por culpa de los celosos y anónimos delatores. Un teléfono rojo en una pantalla es algo aséptico, moderno, del desarrollo, y una voz profunda, que parece emanar de la conciencia, puede convertir al ciudadano aburrido y solitario en partícipe de una inesperada aventura: como en el anuncio del televisor del que se desprende un alfanje que es recogida con entusiasmo por el buen padre de familia mientras es aplaudido por su mujer y sus hijos. "¡Usted también!". A partir de ahora, y gracias al poder de la imagen, todo ciudadano español -quizá también los turistas-, puede ser un simpático soplón del tipo serie de policías campechanos de los domingos al atardecer. En cualquier caso, también el soplón ocupa un papel, aunque secundario -y, como hemos visto, los secundarios tienen buen porvenir-, en los telefilmes.

Una gran cruzada dirigida desde la Casa Blanca contra los apandadores; un enorme decorado para bendecir a los católicos de toda la vida (los de rosario en ristre, familia numerosa y doble contabilidad); una música de rock, la movida, que no el movimiento, patrocinada por ayuntamientos y comunidades, por la Iglesia con mayúscula y por los directivos de imagen. Policías corruptos, cuerpos que desaparecen en campos olvidados del suelo andaluz. Solchaga, triste porque no nos entienden y no nos permiten ser de los más ricos, y todos soñando con porcelanosa y la amable filipina que limpie el hogar o practique el full-contact mientras el gran show, el gran esperpento, crece y adquiere proporciones de Spielberg prefigurando una guerra de las galaxias a tomo color en la que los países pobres, los de ese Mediterráneo desafortunado y tan histórico, tendrán butacas de primera fila.

A veces las artículos salen derrotistas.

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