Reflexión de un ayer no tan remoto
El tema de los topos -que así se designó en un libro de carácter informativo (1) a aquellos hombres que, por temor a la represión franquista durante la guerra civil y después de ella, se mantuvieron ocultos, como enterrados en vida, a lo largo de prolongadísimos períodos de tiempo- ha sido objeto, en momentos varios hasta el día de hoy,, de particular o incidental tratamiento literario, teatral y cinematográfico por parte de autores diferentes y con diferente fortuna. Yo mismo escribí cierto relato, La vida por la opinión, basado sobre una experiencia real de la que había tenido noticia, y que hoy figura en mi libro La cabeza del cordero.
Menos específicas -y quizá por eso no -tan singularizadas mediante un concreto tratamiento artístico- han sido las circunstancias en que lograron salir adelante bajo la dictadura los innumerables españoles que, habiendo sobrevivido a las penalidades de la represión o habiendo tenido la suerte de eludirla y sustraerse por fin a ella, hubieron de permanecer, sin embargo, encerrados, por decenios en la prisión tenebrosa de: la clandestinidad.
Esta prisión sin rejas ni candados que fue la España franquista no sólo afligía -hay que decirlo- a, la multitud de los efectivos, potenciales o supuestos enemigos del régimen, sino que pesaba también sobre los avenidos y aun sobre sus declarados partidarios, a quienes tal vez un compromiso ideológico con él, o siquiera el deseo de aprovechar sus gajes, impedía apartarse de la vida pública para refugiarse en el seno de una intimidad donde cultivar en secreto el propio jardín, como intentaron hacerlo en cambio algunos pocos eremitas, cuidadosos de guardar su aislamiento con celoso desvelo.
De estos últimos, el ejemplo más ilustre fue sin duda el de Vicente Aleixandre, quien, retraído a su ermita de Velintonia, y defendido siempre tras las cautelas de una salud precaria, vería convertida su casa en lugar de privilegiada peregrinación. Bajo el título de Los cuadernos de Velintonia ha publicado ahora José Luis Cano un volumen de las notas que, con fiel devoción, fue tomando durante años y años, hasta el de la muerte del poeta, acerca de las frecuentes conversaciones mantenidas con éste su grande y venerado amigo. Son notas muy sabrosas, y reveladoras de todo un ambiente; y siéndolo tanto, cabe todavía sospechar -o temer- que, para darlas a la imprenta, acaso hayan sido expurgadas de sus más hirientes detalles y perfiles por obra de la exquisita y diligente delicadeza de su autor. Con eso y todo, basta lo consignado en ellas para hacerle sentir al lector la asfixia de aquel ambiente sórdido. En seguida se advierte que ni siquiera condiciones personales tan excepcionalmente favorables como las que concurrían en un Vicente Aleixandre eran suficiente parapeto para prestarle inmunidad -a él, poeta lírico de hermética expresión, enfermo retirado y hombre no sujeto a la necesidad de luchar a la intemperie por el pan cotidiano- frente a los desmanes de unos poderes arbitrarios e imperiosos, dispuestos a no consentir en la sociedad la menor zona exenta.
La primera entrada de Los cuadernos registra los comentarios acerca del tema desarrollado por Vicente en su discurso de recepción ante la Real Academia Española, que había tenido efecto el 22 de enero de 1950. Y a no más tardar que el 9 de febrero siguiente abre José Luis Cano la segunda entrada de su diario con la nota que va a marcar el tono dominante en la serie completa de: sus apuntes: la nota de indignación; y ello, precisamente a propósito de la Academia. "Es un hermoso espectáculo", dice, "ver a Vicente indignado". Se tratra, por supuesto, de una tropelía del Gobierno.
Y la indignación seguirá encendiendo el ánimo, no sólo de nuestro ecuánime, apacible y bondadosísimo poeta, sino de cuantos personajes aparecen y reaparecen con regular periodicidad en las páginas del libro. Son éstos, intelectuales, profesores, escritores, hombres que, por su vocacion y profesión, no hubieran podido resignarse -como el particular sumido en la grisura cotidiana- a ir tirando, en una actitud de ciega y desdeñosa indiferencia frente al mundo oficial, y que por otra parte tampoco estaban en condiciones de acogerse a la ermita o el cenobio de una privacidad que -como el ejemplo de nuestro poeta lo muestra- apenas valía sino para esquivar las torpes agresiones de quienes detentaban el poder público. A AleIxandre -refiere Cano el 16 de septiembre de 1952- "le han llegado rumores, que parecen ciertos, de que el nefando Vigón -el enemigo número uno de los escritores antifranquistas- tenían preparado un dossier contra Vicente, denunciándole como rojo. (...) Dámaso está preocupadísimo por esos rumores, y teme que, cualquier día, Vigón le elegirá a él como blanco, de su ofensiva".
Da grima en verdad el ver córno las provocaciones de tal o cual chulo literario logran intimidar, y con toda razón, a hombres eminentes y ciudadanos beneméritos. "Dan ganas de coger la pluma y tirarla, y no escribir más", exclama otro día Dámaso Alonso. "El escritor está envilecido en un régimen que le controla cada adjetivo, cada línea que escribe". Pero...
Tal era, en efecto, la situación. Quizá el más vergonzoso episodio de cuantos recoge el libro sea el de la frustrada candidatura del erudito Rodríguez Moñino a la Real Academia Española por obra de una actuación increíblemente miserable y torva del mi-
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