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La Europa inexistente

Ahora ya río queda más que el recurso a la antropología -la única ciencia que se ha puesto de moda otra vez- para explicar el comportamiento de Europa -trastornada, indecisa, inerte y protestona- ante los prolegómenos de la guerra en el Mediterráneo. Por un lado, tenemos el imperialismo del Estados Unidos de Reagan-Rambo, el cual se pregunta: "Pero, ¿cómo se puede ser europeos?". Por el otro, el frío cálculo de la URSS, campeona en el juego de ajedrez planetario (con Libia en su esfera de influencia). Finalmente, nosotros, los europeos, todos "hijos de Guicciardini" (Guicciardini, el anti-Maquiavelo, que no creía en la virtus y en el valor del hombre). Según se dice, los europeos serían perezosos, vagos, amantes de la quietud y, sobre todo, estarían dedicados al comercio, como fenicios. De esto sólo es verdad, quizá, la última apreciación. Las maratones agrícolas ejectrizan a los comisarios de Bruselas más que la escalada bélica en el Mediterráneo.No hay comparación entre las rapidísimas reuniones de los ministros de Asuntos Exteriores en estos días y las interminables diatribas sobre el comercio de patatas, de remolachas, vino, langostas y berenjenas, sobre las subvenciones a la agricultura europea. Hacia ésta se dirige un 80% del presupuesto. Todas las grandes crisis europeas, desde la de De Gaulle en 1965 -con la política de la silla vacía- hasta las reivindicaciones de Margaret Thatcher, se han resuelto con grandes aumentos de las cantidades agrícolas compensatorias.

Ahora también, en este momento, más bien alucinante, los europeos hemos demostrado al planeta nuestro rostro de sociedad agrícola-comercial: nada de civilización dialogante entre Atenas, Roma, Bizancio y Jerusalén, celosa guardiana de la llamada cuna de la civilización que es Italia (!). Nos mostramos a los ojos del mundo y de los propios europeos como una zona de librecambio, que contiene en su interior 12 políticas exteriores diferentes o estrategias autónomas, y a veces opuestas, de Londres a Atenas, pasando por París y Bonn.

Europa se ve paralizada desde el comienzo por dos vacíos: la política de defensa y la política cultural o de identidad cultural. Ambos aspectos se han ignorado siempre, pues los padres fundadores creyeron ingenuamente que si Europa se convertía en una entidad ecortómica próspera produciría, casi por partenogénesis, la unidad política y una defensa propia. Así, no hubo Comunidad Europea y de Defensa (CED), con la que soñaban Schumann, De Gasperi, Monnet y Adenauer, pues fue echada por tierra por el Parlamento francés (30 de agosto de 1954) bajo la presidencia de Mendès-France (Anthony Eden escribió en sus memorias que entre los consejeros de Mendès-France había numerosos prosoviéticos, comunistas franceses). Europa eligió, por un lado, delegar totalmente su propia defensa en Estados Unidos (si exceptuamos a De Gaulle y al Reino Unido), y por el otro, erigirse en poderoso mercado mundial. El no inicial a las sanciones económicas contra Gaddafi no ha sido sólo fruto de la moderación europea -lo que es algo bueno-, sino también de una política comercial y de mercado. ¿No costaría muy caro a los intereses europeos renunciar al petróleo libio? Así pues, han intimidado a Gaddafi con la expulsión de algún funcionario libio no grato de las capitales europeas.

Mi experiencia en el Parlamento Europeo es que bastaba mencionar la defensa europea -o blandas alusiones a la Unión Europea Occidental (UEO)-, aun ante la aparición de los más formidables y violentos desequilibrios mundiales, para que se

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empezase a hablar de belicismo. El patético pacífismo europeo, que exigía incluso el desarme unilateral, ha sido una de las más ingenuas aberraciones europeas: aceptado y ensalzado por algunos como defensa de la paz, aun sabiendo que se inscribía en los intereses de la ostpolitik y que se veía afectado de cierto prosovietismo.

Si el tratado de la Unión Europea choca contra dificultades cada vez mayores, debemos decir finalmente, y con lealtad, que los Estados europeos evitan, como si de la peste se tratara, un acuerdo que replantee, una vez que haya progresado algo más la unión política, el problema capital de una defensa común. Europa lloriquea sólo porque Estados Unidos no la consulta en el plano militar. Del mismo modo que se han ofendido varias veces los partidos comunistas europeos, que no han sido consultados nunca por la URSS en lo de Cuba, Checoslovaquia, Afganistán y Polonia.

Europa es un interlocutor inexistente, una especie de ectoplasma, para ambas superpotencias. Y el terrorismo internacional la ha elegido como terreno de feroz confrontación, último desafío a sus posibilidades de existencia. La credibilidad política de Europa, pisoteada por Reagan y escarnecida por Gaddafi -y ello sin necesidad de consultar el eurobarómetro-, está en vertiginosa baja entre los pueblos europeos. El appeasement de Andreotti hacia el sanguinario Gaddafi es la otra cara del egoísmo y de la división de los Estados europeos, y surge de la toma de conciencia de que Italia sólo puede contar consigo misma para defenderse y que ha de confiar en la diplomacia si no quiere entregarse con manos y pies atados a Estados Unidos, más todavía de lo que ya lo ha hecho. Si el terrorismo internacional llega a alcanzar su objetivo, que algunos aturdidamente ven con complacencia, y que consiste en alejar a Europa de Estados Unidos, sin construir una comunidad defensiva propia, esto no sería más que una gravísima responsabilidad de los Estados europeos. Fernand Braudel, en una entrevista publicada en EL PAÍS en noviembre de 1985, recordaba que la URSS podría ocupar Europa hasta Gibraltar en 48 horas, y que sólo su deseo de equilibrio y su sensatez -y sus intereses de gran potencia- se lo impedirían, pues Europa, al carecer de su función fundamental de trait d'union con el mundo atlántico, se convertiría en un cacharro vacío.

Los europeos viven en paz entre ellos desde hace 40 años, tras haberse degollado mutuamente en dos largas guerras civiles (como algunos historiadores definen los dos últimos conflictos mundiales). Éste es el dato más positivo del edificio europeo, aparte el de la prosperidad económica. Pero los misiles libios, la espiral terrorista y los bombardeos, sobre Trípoli demuestran que esta paz es precaria y que Europa puede verse lanzada a una guerra por una potencia ajena a ella, de la que depende. Y no va a ser ciertamente la inercia antropológica de los europeos, sobre la que charlan los sociólogos estos días, sino la defección de los Estados ante la necesidad de una defensa común, la que va a llevar encima esa responsabilidad histórica.

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